En una de sus ediciones recientes, la extraordinaria página de sátira de la revista The New Yorker sugirió la posible génesis de la campaña presidencial de Donald Trump. El autor, el guionista Douglas McGrath, imagina a un Trump necesitado de relevancia mediática tras el reciente descenso de popularidad de su programa de televisión: “antes de que me corran (por los bajos ratings de The Apprentice) anuncio mi candidatura a la presidencia y ¡boom! Gano otra vez”, planeaba el hipotético Trump. Para hacer suficiente ruido, el millonario diría algo lo suficientemente salvaje como para desatar una tormenta de publicidad (“Los mexicanos son violadores…”). Esas semanas de renovada atención le darían suficiente impulso como para fortalecer su famosa marca y sanseacabó.
El problema, escribe McGrath con enorme sentido del humor, resultó ser que la retórica incendiaria de Trump tuvo un éxito inusitado. En el texto, Trump y sus asesores comienzan a entrar en pánico: su intención realmente no era que el magnate fuera candidato presidencial; lo único que querían eran unas semanas de buena publicidad. McGrath imagina a Trump diciendo cosas cada vez más enloquecidas, cada vez más horribles para intentar zafarse del atolladero. Pero el efecto es, de nuevo, el opuesto: la gente no sólo no lo abandona sino que sus números siguen subiendo. “Tenemos un problema”, dice finalmente Trump: “es posible que gane”.
Recordé el texto de McGrath cuando escuché a Trump asegurar, a apenas unos días del principio formal de las votaciones primarias en Estados Unidos, que “podría dispararle a una persona en plena Quinta Avenida y no perdería votos”. ¿De dónde viene una frase así? ¿A quién se le ocurre decir algo semejante? Una posibilidad (no fácilmente descartable) es que Trump atraviese por una crisis como la que sugería McGrath: este hombre, nueva versión del burro que tocó la flauta, nunca imaginó el éxito que tendría su retórica racista y ahora no sabe cómo retirarse sin perder más de lo que ha ganado. Puede ser. La otra posibilidad es que Trump tenga toda la razón y este sea su año: la consolidación de un proyecto de titánica megalomanía.
Cuando falta exactamente una semana para las asambleas partidarias (caucus) de Iowa, Trump encabeza absolutamente todas las encuestas de todos los estados que decidirán al candidato presidencial republicano. Tiene quince puntos de ventaja en las encuestas nacionales. En Iowa supera a Ted Cruz por cinco puntos; en New Hampshire por 19. ¿Carolina del Sur? 16 puntos. En Florida son casi 20. Es difícil imaginar una ventaja más sólida, no sólo por la propia fortaleza de Trump sino por la debilidad de sus rivales. Ni Ted Cruz (personaje aterrador) ni Marco Rubio (hispano a quien le ha dado por ir contra la agenda hispana) logran despuntar. De seguir así las cosas y Trump logra traducir ese apoyo en las encuestas en votos en las urnas, no hay manera de que no gane estado tras estado, y con ello la candidatura, a menos de que el Partido Republicano recurra a una muy poco recomendable maniobra antidemocrática en la convención del partido.
¿Cómo detener a Trump? En Estados Unidos corren versiones de que el Partido Republicano ha comenzado a resignarse. Algunos sugieren que los grandes asesores ya empiezan a planear cómo suavizar la imagen de Trump, incluso pensando en posibles candidatos vicepresidenciales. Pero no todos están tranquilos. La influyente revista conservadora The National Review ha lanzado un número dedicado a convencer al electorado que le es afín a todos los defectos de Trump. No es cualquier cosa, sobre todo viniendo de una publicación que alguna vez elogió a Sarah Palin.
La realidad, sin embargo, es que la única manera de acabar con Trump es convencer a la gran mayoría de los otros aspirantes de retirarse ya de la contienda. A estas alturas, el Partido Republicano arrastra todavía con una decena de candidatos. Al menos siete de ellos no tienen posibilidad alguna de ganar la nominación. Su presencia beneficia al puntero racista porque reduce las oportunidades de exponer la incultura de Trump en, por ejemplo, los debates. No es lo mismo enfrentar un debate de tres horas con siete personas en el escenario que hacerlo contra sólo dos. Quizá, sólo quizá, si Trump se viera obligado a hablar con seriedad y profundidad teniendo junto a Cruz y Rubio quedaría exhibido como lo que es realmente: un ignorante casi absoluto, dueño de un impresionante instinto populista y un cinismo equivalente. Mientras no ocurra eso, el señor Trump seguirá tan campante.
Tenemos un problema.