Aunque hay otras explicaciones más detalladas, Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos porque tenía una mejor historia que contar en estados cruciales, indignados ante la parálisis política y económica. En términos generales, las campañas políticas siguen uno de dos rumbos narrativos: o abogan por continuar las políticas del gobierno en funciones o promueven un cambio. Hillary Clinton comenzó su campaña alineada al legado de Barack Obama, un presidente popular. La estrategia quizá habría funcionado de no ser por la presencia disruptiva de Bernie Sanders, que obligó a Clinton a cambiar de rumbo y tratar de reinventarse como una candidata de “cambio”, malabar complicado para semejante símbolo del establishment. Trump, por el contrario, tuvo la astucia suficiente como para presentarse como candidato de transformación, primero dentro del partido republicano y después en la batalla contra Clinton. El resto es historia.
Es desde esa perspectiva que resulta previsible el triunfo de Andrés Manuel López Obrador el año que viene. Desde hace casi dos décadas, López Obrador ha confiado esencialmente en un argumento: dice ser el catalizador personalísimo de un cambio económico, social e incluso moral que sacudirá al sistema político mexicano. Ese mensaje disruptivo no tuvo el eco que López Obrador hubiera querido en el 2006 y el 2012 porque, aunque él probablemente estaría en desacuerdo, no es lo mismo ser antagonista del PRI que serlo del PAN, con todos y sus vicios y tropiezos. En el 2018, sin embargo, López Obrador podrá esgrimir su mensaje de siempre con la confianza de que seis años de peñanietismo le han dado la razón. El escenario, en suma, no podría ser mejor para un candidato cuyo mensaje –cuyo único mensaje, a veces- es la supuesta “regeneración nacional”.
El PAN enfrenta una disyuntiva interesante que comienza con un problema mayúsculo: Margarita Zavala, su candidata más probable, no ha decidido aún si quiere ser disruptiva y hasta transgresora o prefiere presentarse como la continuación de al menos algunas de las políticas que su partido defendió durante los dos sexenios que ocupó la presidencia y que luego compartió con el PRI en los años de Peña Nieto. En ningún ámbito es esto más claro que en la tortuosa relación de Zavala con el legado calderonista en seguridad.
Hace algunas semanas entrevisté a Zavala en la Ciudad de México. La encontré articulada y firme cuando se trató de hablar de Trump y de la defensa de los migrantes, tema que conoce bien, después de haber luchado contra el maltrato a niños migrantes durante su periodo como primera dama. Esa contundencia, sin embargo, se le escapó por completo cuando, previsiblemente, le pedí hablar de su responsabilidad en las decisiones de Estado tomadas durante el gobierno de su marido. Primero intentó una suerte de distanciamiento. “Cuando fui diputada local, fui diputada local,” me explicó. “Cuando fui diputada federal, trabajé en lo que me tocaba a mí responder en términos de la coordinación social y estuve cuidando el presupuesto de programas como Oportunidades y el Seguro Popular. Cuando fui esposa del presidente, lo que tenía que hacer era acompañarlo y trabajé por nuestro país con un enorme amor que me permite ahora decir que conozco a México como nadie lo conoce”. Frente a su intento de acotar su responsabilidad como cónyuge del presidente, insistí en preguntarle si había tenido injerencia en las decisiones tomadas durante el calderonismo. Esta vez, Zavala evitó referirse directamente al gobierno de su esposo y trató de virar –pivotear, le dicen en Estados Unidos - hacia su propia hipotética presidencia. “Las decisiones de un Estado las tiene que tomar el Estado mexicano y quien lo representa y cuando yo sea presidente de la república la responsable de las decisiones seré yo y nadie más que yo,” me dijo.
Algunos días después, durante su visita a Washington, Zavala conversó con Jorge Ramos en el programa Al Punto de Univision. Su reacción a una pregunta similar - que puede verse en YouTube – fue un ejemplo de confusión aun peor. No apeló a ninguna de las líneas discursivas que había usado para responderme, recurriendo, en cambio, a una explicación cantinflesca sobre cómo los errores de un gobierno se comprenden o no con el paso del tiempo. El video del intercambio con Ramos estuvo cerca de volverse viral, con toda justicia.
Al final, queda la impresión de que Margarita Zavala no sabe si su historia es de cambio o continuidad ni ha decidido si quiere asumir los costos (y los posibles beneficios, que también existen) de defender el legado del calderonismo o pretende romper no solo con la estrategia de seguridad de su esposo sino con el rumbo que, al menos en ese tema, ha seguido el gobierno mexicano en los últimos doce años. Los dos caminos implican ventajas y desventajas, pero el primer paso es la disciplina de mensaje. Zavala debe saber que, tras haber sido primera dama durante seis años polémicos, es imposible escapar por la tangente. Necesita tener una respuesta clara y definitiva a las preguntas sobre su papel en las decisiones que se tomaron en Los Pinos entre el 2006 y el 2012. Tratar de hablar del futuro o cambiar de tema no basta ahora y bastará menos conforme la contienda apremie. En la era de la síntesis, un político enredado es un pasivo inadmisible en una campaña presidencial. Si quiere vender a López Obrador – más vulnerable de lo que imagina, como quedó claro tras el fiasco noeyorquino - Zavala tiene que encontrar una respuesta convincente a la que atenerse en esos momentos de apuro que van a sobrar. Debe aclarar - para sus adentros, al menos - si buscará desafiar el status quo o pretende continuarlo. Si insiste en ese desorden narrativo que transmite debilidad, el PAN podría comenzar a mirar hacia otro sitio rumbo al 2018, sobre todo teniendo enfrente a un hombre como López Obrador, al que puede acusársele de lo que sea menos de defender un mensaje confuso.