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No tengo dudas que el progreso es tan sólo un espejismo cuando sus beneficios no se comparten con las mayorías, con los sin voz, los sin techo, los sin trabajo, los sin opciones de una vida digna, más decorosas. Son ellos, justamente, los que conforman una buena parte de las bases sociales del populismo, tan en boga en estos tiempos.
Durante su última visita a México, en una comida en casa de uno de sus alumnos dilectos, Jorge Islas, pregunté a Giovanni Sartori qué pensaba del populismo. Contestó —como solía hacerlo— con un abrumador repertorio de conceptos entremezclados con su refrescante ironía y todo tipo de anécdotas sobre su villano favorito: Il Cavaliere (Silvio Berlusconi). Recuerdo que fue claro al comentar que había tantas definiciones de populismo como estudiosos sobre el tema, y que cada movimiento populista tenía sus propias raíces históricas. No se trataba realmente de una ideología (habría populismos tanto de izquierda como de derecha o de centro) ni de un partido político como tal, sino más bien de un estilo de hacer política. El populismo, continuó, tiene éxito porque toca lo más emocional, las fibras profundas que son capaces de mover a las masas. Es más tema de psiquiatras que de politólogos, remató. Supuse que era una suerte de broma para estimular la conversación. Pero al despedirnos insistió: no olvide lo de la psicología del populismo doctor, ya me dirá la próxima vez qué piensa al respecto. No volví a verlo, pero su provocación surtió efecto. He prestado mayor atención al tema desde entonces.
Es interesante observar cómo la nueva oleada populista de los últimos años ha tomado más fuerza en las democracias europeas, paradójicamente más maduras, pero en las que se fueron borrando de manera paulatina las diferencias tradicionales entre liberales y socialistas. El espectro ideológico se redujo y la representación popular de los partidos tradicionales perdió sentido. Ya no hacían mucha diferencia. Simultáneamente la fuerza política de la clase trabajadora perdió espacios frente a los poderosos tecnócratas y a las nuevas generaciones les interesó menos la política que el acontecer en su entorno inmediato y su futuro personal.
Si, en efecto, como algunos sugieren, ha llegado el tan anunciado fin de las ideologías, el panorama me resulta todavía más preocupante. Acaso entonces la postverdad —que es un poderoso instrumento del populismo, aunque no de su uso exclusivo— sea consecuencia natural de una era postideológica. No hay que olvidar que las ideologías tomaron forma con la Ilustración, para superar los prejuicios, las supersticiones y el oscurantismo del Ancien Régime. Sin un marco ideológico mínimo no imagino posible reorganizar el orden político y social que se requiere para atender efectivamente las necesidades (urgentes) y las aspiraciones (legítimas) de los seres humanos.
Pero ocurre que las democracias liberales occidentales (la estadounidense incluida, por supuesto), al desprenderse de sus referentes ideológicos, se desentendieron de sectores de la población que fueron quedando excluidos de los beneficios del desarrollo y que hicieron crisis con la globalización. Algunos, con cierta arrogancia, se refieren a ellos como “perdedores de la modernización”. El hecho es que muchos de ellos comparten realidades difíciles de aceptar: educación de menor calidad, acceso limitado a los servicios de salud, mayor desempleo o trabajos mal remunerados, pensiones paupérrimas, etcétera. Pero, sobre todo, se fue gestando en ellos una gran amargura, un profundo resentimiento, con frecuencia justificado. Son ahora los más fervientes seguidores de los movimientos neopopulistas. Al perder vigencia la política de las ideologías, tomó fuerza la política de las identidades, la política de las emociones. Los perdedores, los que se quedaron fuera, quieren la revancha.
El distanciamiento entre el pueblo (populus) y la clase gobernante, mayoritariamente aglutinada en los partidos políticos, también ha favorecido el populismo. Tal distancia genera una animadversión contra todo lo que tenga que ver con el poder público. Los excluidos se asumen como víctimas, no sin razones, y se acogen con facilidad a las teorías de la conspiración. Es por eso que estas se convierten con frecuencia en parte substancial de la retórica más socorrida por sus líderes. Al aceptar en su narrativa sólo aquello que fortalece sus propias explicaciones sobre una realidad que no les favorece, se van construyendo mitos, los cuales, a su vez, propician el surgimiento de liderazgos con rasgos autoritarios, idealizados por unos, detestados por otros. Los líderes populistas, siempre con un peculiar carisma que polariza, suelen ser socialmente conservadores, aun cuando su discurso formal sea ir contra el establishment. Son, por definición, intolerantes a la crítica.
En los movimientos populistas, entre el resentimiento colectivo y la frustración masiva que los nutren, se genera asimismo una cierta propensión a que surjan en su seno actitudes hostiles que pueden llegar al odio. Desarrollan una gran intolerancia hacia los otros. De ahí sus fobias y su nacionalismo viral. Su blanco favorito son los migrantes, pero pueden serlo también los islámicos, o para el caso, la comunidad LGBTTI. Representan el ocaso de la razón ilustrada: no la necesitan, han construido sus propios discursos.
Pienso que el gran error de las democracias liberales ha sido no preocuparse lo suficiente por tratar de entender y atender las causas que mueven a esos amplios sectores que apoyan los movimientos populistas. Lo cierto es que etiquetarlos de xenófobos o sexistas, aunque lo sean, tacharlos de racistas ignorantes o descalificarlos desde posiciones política e intelectualmente más aceptables, no resuelve absolutamente nada. La retórica sólo puede combatirse con ideas, con el análisis riguroso de la realidad y con nuevos programas que activen mecanismos sociales de inclusión, eficaces y transparentes.
Son tiempos para reivindicar, en los hechos, los derechos individuales, empezando por el reconocimiento de las diferencias, Pero hay que tratar de entender también los miedos y las preocupaciones que subyacen a esas voces estridentes e intentar forjar nuevos consensos, más flexibles e incluyentes, para tratar avanzar, no para retroceder.
Si bien el populismo es regresivo en muchos aspectos, pienso que, en un sentido estricto, no es necesariamente antidemocrático, en tanto que acepte la soberanía popular y el gobierno de las mayorías. En todo caso podría ser una suerte de trastorno de la democracia, al no aceptar la pluralidad de la sociedad de la que forma parte, al considerar como enemigos o traidores a las minorías que no aceptan sus designios y al oponerse sistemáticamente a los contrapesos que acotan los poderes, sobre todo el del Ejecutivo. Al rechazar contrapesos favorecen la opacidad, y los mandatos populares, apoyados con excesiva frecuencia en referendos o consultas plebiscitarias, tienden a perpetuar en el poder al gobernante en turno.
Vaya reto el que enfrentan las democracias liberales en estos tiempos de revueltas populistas, sea en el Reino Unido, en Venezuela o en los Estados Unidos, por citar algunos de los países que llaman más poderosamente nuestra atención. Pero hay movimientos populistas importantes en prácticamente todas las regiones del planeta. Mientras haya personas alienadas por la economía y por la cultura, sin esperanza, sin expectativas de que las cosas mejoren para ellos y para los suyos en un plazo de tiempo razonable, el populismo, en sus diversas expresiones, seguirá siendo una opción muy tentadora para todos aquellos que se sienten excluidos. No son pocos.
Presidente del Consejo del Aspen Institute en México