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Al Instituto Campechano, a sus maestros
Creo en esto: la educación y la cultura constituyen la palanca más poderosa para impulsar en nuestro país un desarrollo con justicia. Rescato la idea de la educación como proceso integral, tal cual la concibiera el “Maestro de América”, don Justo Sierra, de ineludible presencia a propósito de este día: “Todo problema, ya social, ya político, tomando estos vocablos en sus más altas acepciones, implican necesariamente un problema pedagógico, un problema educativo. Porque ser fuerte es, para los individuos, resumir su desarrollo integral, físico, intelectual, ético y estético, en la determinación de su carácter”.
El gran tema de la educación se encuentra en la raíz de muchos de los problemas que nos agobian. Por supuesto, su importancia radica no solo en su capacidad de generar y transmitir conocimientos, porque educar, como lo he esgrimido en múltiples foros, es ante todo formar personalidades, constituir a los sujetos éticos y políticos que habrán de razonar todo un orden cultural y moral en el que los conocimientos adquieran pertinencia y sentido. Educar es forjar seres humanos libres, sensibles, autónomos, críticos y creativos, comprometidos con la comunidad a la que pertenecen, aptos para el ejercicio responsable de la democracia, así como para enriquecer y renovar la tradición cultural en la que están inmersos.
Hoy en día, si la política está en crisis, es porque ésta no ha sabido dar cabal respuesta a los problemas sociales. Así fuera por esa sola circunstancia, la política debería centrar su mirada y sus recursos en la educación. La educación y la cultura constituyen, pues, las mejores alternativas que la sociedad y la política tienen para transformar el entorno.
José Vasconcelos, el primer Secretario de Educación de la Revolución Mexicana, publicó una biblioteca de clásicos universales a prinicipios de los años 20 del siglo pasado. La acción fue duramente criticada con sorna: ¿Para qué publicar esos libros en un país de analfabetas?, le increparon. Carlos Fuentes decía que la publicación de tales libros fue, ante todo, un acto de esperanza. Era una manera de decirle a los mexicanos: un día ustedes podrán leer y entenderán mejor lo que somos y lo que anhelamos; un día ustedes serán parte del centro y no de la periferia; serán parte del poder y no de la marginación.
Porque, en efecto,“saber es poder”. Así rezaba la conseja popular de aquellos maestros vasconcelistas, los iniciadores de esa gran cruzada de educación pública que postulaba la enseñanza directa de los que saben algo en favor de los que nada saben. Lo que ellos no imaginaron fue que los grandes centros de poder económico mundial iban a llevar muy lejos esa sabia conseja. Una sola empresa, norteamericana, registró hace unos años más patentes que 129 países del mundo, incluidos todos los latinoamericanos. No quedan dudas: la concentración del capital está cada vez más ligada a la concentración del conocimiento.
Una pregunta que me hago desde hace muchos años es si realmente está en la educación la clave para abatir la desigualdad e impulsar el crecimiento que anhelamos, con libertad y justicia. Creo con firmeza que, sin ser exhaustivo en la respuesta, la educación constituye al menos uno de los tres ejes que se requieren para lograrlo. Los otros dos son la salud y el empleo (un empleo productivo y decorosamente remunerado). Si es así, entonces el primer objetivo del desarrollo que México requiere debe ser el pleno acceso a estos tres derechos sociales sin excepción, para todos.
En un diálogo que sostuvieron hace algunos años el Premio Nobel de Economía Amartya Sen y el filósofo John Rawls, bajo el tema equality of what, se esgrimieron conceptos fundamentales para entender cómo actúa la cultura en el desarrollo. La cultura, convenían ambos, contribuye por partida doble a la reducción de la pobreza. La desigualdad de oportunidades en el acceso a la educación y a la cultura es el factor que más contribuye a mantener la pobreza extrema. Las instituciones inequitativas, además, imponen altos costos económicos, porque protegen los intereses de personas influyentes en detrimento de la mayoría, y los procesos sociales en los que inciden perpetúan las desigualdades.
Reitero mi convicción de que el proyecto educativo que requiere México, con todo el respaldo de la pedagogía moderna y el desarrollo tecnológico del cual hoy disponemos, al menos en teoría, debe seguir siendo, ante todo, un proyecto social. Porque el conocimiento no puede ser visto únicamente como un elemento de realización personal, que lo es, sino como un instrumento de cohesión social. En ello radica su verdadera capacidad transformadora y su dimensión solidaria.
En estos tiempos en los que los fundamentalismos se erigen de nueva cuenta como una de las grandes amenazas, la educación y la cultura constituyen, así mismo, el mejor contrapeso; son la tabla de salvación del pluralismo; de ahí surge el aliento que requiere el respeto a las diferencias y el reconocimiento de las minorías, el rescate de los valores de las democracias liberales. En el panorama alternativo, la pobre educación y la indiferencia ante la cultura, solo conforman el sendero por donde se llega a la plutocracia.
De ahí que sea conveniente pensar y reepensar, de manera simultánea, en la educación del futuro y en el futuro de la educación. Un grave error, en el que ya hemos incurrido en el pasado, es pretender subordinar a la educación a las modas económicas en boga: todo para la ciencia y la tecnología (porque son productivas), nada o casi nada, para la cultura y las artes (porque no lo son). Como si el signo estampado sobre cada cuerpo y cada alma fuera el precio, diría Octavio Paz. Como si solo pudiese vociferar y ser escuchado el lenguaje del dinero. No olvidemos que las leyes del mercado se aplican lo mismo a la propaganda política que a la literatura o a las categorías estéticas del arte. Depende de nosotros hasta dónde queremos subordinarnos a esa consigna.
Para educar a un pueblo se precisa no sólo de ambiciones (algunas puden ser legítimas), sino sobre todo del comportamiento ético de quienes ostentan el poder. Vuelvo a Vasconcelos (ineludible también este día): “Tengamos presente que el pueblo sólo estima a los sabios de verdad, no a quienes usan la inteligencia para alcanzar predominio injusto, sino a los que saben sacrificar algo en beneficio de sus semejantes”.
Grave error, reitero, dejar que los mercados definan y orienten el rumbo de la educación. Sus primeras víctimas, lo sabemos, serán las humanidades y las artes, pero le seguirán las ciencias sociales y las ciencias básicas, y después desaparecerán la libertad de cátedra y la autonomía de las universidades. En suma, perderíamos la brújula para entender la trama compleja de nuestra identidad y de nuestra memoria histórica: somos un país profundamente desigual, multiétnico, pluricultural y diverso.
El gran estadista y dramaturgo checo Václav Havel, decía: Hay que escuchar detenidamente las voces de los poetas y tomarlas muy en serio, mucho más en serio que las voces de los banqueros. Pero no podemos esperar que el mundo se transforme en un poema de la mano de los poetas. Si queremos sobrevivir, el orden político tiene que ir acompañado de las diversas esferas de la cultura, de los valores y de los imperativos morales básicos que son los únicos cimientos sólidos para la coexistencia en este mundo globalmente interconectado. Sin valores humanos, el mundo solo es un lugar peligroso y vacío.
En medio del vórtice de esperanzas y titubeos de nuestro país, en momentos decisivos como los que estamos viviendo y los que se aproximan, en los que aún las disyuntivas parecen borrosas, acaso hoy más que nunca (y conviene subrayarlo en este día del Maestro) sea necesario el fortalecimiento del magisterio como institución con el fin de mantener viva la utopía que ha estado en los mejores momentos de nuestra historia: la utopía educativa que ha hecho posible mucho de lo que hoy más vale entre nosotros.
Ex Rector de la UNAM