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La relación entre la violencia y la salud mental es estrecha y compleja. Inciden en ella tanto factores individuales como sociales. Se expresa con más frecuencia cuando predominan los afanes de poder y de lucro; cuando las crisis de valores erosionan las estructuras tradicionales de la sociedad como la familia o la escuela; cuando los estilos de vida favorecen el aislamiento o la rivalidad desmedida; cuando la desigualdad social se torna insoportable o la intolerancia de las mayorías cierra el paso a la convivencia con las minorías. Algunas formas de violencia pueden ser resultado de un desequilibrio psiquiátrico, como ocurre con los asesinos en serie, o cuando esta se ejerce sobre uno mismo, cuya manifestación extrema puede ser el suicidio. Dependiendo de su intensidad y de su frecuencia, la violencia puede llegar a convertirse en un verdadero problema de seguridad colectiva o de salud pública. Creo que en nuestro país ambos problemas coexisten y no han sido atendidos eficazmente.
Quienes por lo general sufren los trastornos emocionales más graves no son los perpetradores de la violencia sino sus víctimas, que llegan a tener problemas psicológicos tanto agudos, a veces inmediatos (ansiedad y depresión, sobre manera), como crónicos, que pueden subsistir a lo largo de sus vidas ( las crisis de angustia y el estrés postraumático son frecuentes). Las personas aterrorizadas o humilladas porque han sido agredidas, las mujeres violadas, los niños golpeados y en general quienes han sido víctimas de la violencia, sufren cambios profundos en sus vidas, en sus estados emocionales, en su autoestima, en la confianza que puedan tener hacia los otros. Se vuelven más vulnerables y muchas veces requieren apoyo profesional. No siempre lo encuentran.
Hay suficiente información derivada de estudios científicos que permite afirmar que, en efecto, la violencia genera violencia. Muchos padres golpeadores fueron niños golpeados. También ha quedado científicamente documentado que la violencia se imita y se contagia. La exposición frecuente a escenas violentas en la vida real o virtual y la resonancia social que esta tiene, son factores que predisponen a la violencia con mucho mayor peso que la enfermedad mental.
Los lamentables hechos ocurridos hace unos días en una escuela privada en Monterrey deben entonces ser valorados en su justa dimensión; de lo contrario, es probable que se repitan. No bastan, pues, las reflexiones de las buenas conciencias que ahora se sienten sacudidas, ni tampoco que se retomen programas que quizá nunca debieron haberse interrumpido, como el llamado “Mochila segura”, aunque estos siempre son mejorables. Es necesario ir más allá y tratar de entender realmente lo que pasa.
México vive, desde hace tiempo, en un clima de violencia de varios tipos. Al aumento en la mortalidad por lesiones intencionales, los miles de desaparecidos, el incremento en las tasas de suicidio y de hostigamiento hacia las mujeres, la proliferación de la trata y las múltiples forma de abuso a menores, todas ellas ampliamente difundidas —a veces sin escrúpulos— en las diversas plataformas informativas, habría que agregar las nuevas formas de violencia virtual (a través de videos, juegos, series, simulaciones sensoriales, etc.) a las que ahora están expuestos, sobre todo, los niños y los jóvenes.
La notoriedad que adquieren criminales, asesinos y bandas delincuenciales en los cada vez más diversos medios de información y comunicación, propicia que muchas veces esos personajes se vuelvan una suerte de inspiración para otros que son más introvertidos, más inseguros, emocionalmente más frágiles, y cuyas frustraciones y resentimientos por no poder figurar socialmente ni ser aceptados en su entorno, puede explicar, al menos en parte, porqué deciden imitar esos patrones de conducta francamente patológicos.
Desde hace décadas se argumenta, con creciente evidencia, que muchos homicidas “famosos” se han inspirado en sus predecesores e incluso incorporan de ellos detalles operativos en su forma de actuar, que son los que al final del día terminan delatándolos. Uno de los casos más estudiados por la psicología criminal, fue la masacre ocurrida en 1999 en una escuela secundaria cerca de Denver, Colorado, que dejó 15 muertos (14 estudiantes, incluidos los 2 perpetradores que se suicidaron tras el tiroteo, y un profesor) así como otros 24 heridos por arma de fuego. A partir de entonces, se han documentado 74 ataques o intentos de ataque fallidos, en más de 30 estados norteamericanos, en los que los responsables reconocieron explícitamente haberse inspirado en los sucesos de Colorado. Aunque se lograron evitar 53 de estos, los otros 21 causaron 89 muertes y 126 heridos. No hay duda, el patrón tiende a repetirse, pero en muchos casos, puede prevenirse.
La gran cobertura mediática que casi siempre logran estos lamentable episodios, parece jugar un papel importante entre las motivaciones de los jóvenes que pueden (o no) tener antecedentes psiquiátricos. De ahí que el papel que deban asumir ante este problema, tanto medios de comunicación tradicionales como redes sociales, debiera ser analizado con objetividad, a la luz de la evidencia disponible, y ponderado con cautela. La ecuación no es sencilla pues incluye por los menos tres factores: el respeto que se merecen las víctimas y sus familias, el derecho a la información y los efectos (inmediatos o tardíos) que ahora sabemos pueden tener la notoriedad excesiva o algunas imágenes que dan cuenta detallada de lo ocurrido. Tiene que encontrarse una fórmula que sea lo más ética posible.
En el caso de la escuela de Monterrey, circuló masivamente en redes sociales un video que, en mi opinión, nunca debió haber circulado. Dejará algún tipo de secuela psicológica en muchos de los que lo vieron. También resultan preocupantes los grupos cibernéticos anónimos que aprovechan estos sucesos (que son a todas luces reprobables), para promover la violencia y generar terror, sobre todo entre los jóvenes que son más vulnerables. No es fácil, pero habría que tratar llegar al origen de ellos, proceder con rigor conforme a la ley, y eso sí, difundirlo ampliamente. Un reto complejo en estos tiempos de la post-verdad cibernética es cómo contender con aquello que incite a la violencia (o peor aún, que la festine), respetando derechos y libertades. Tenía razón Bauman: vivimos tiempos líquidos.
Muchos jóvenes perciben al mundo, no sin razón, como un lugar inseguro, hostil, imprevisible. Ven el futuro como algo incierto, con poca esperanza y en consecuencia se devalúa la percepción que de ellos mismos tienen. Esas también forman parte de las razones que explican por qué se deprimen con más frecuencia, por qué han aumentado las tasas de suicidio, las adicciones, por qué crece la violencia entre ellos mismos.
Son muchas las cosas que se pueden hacer, pero me temo que como sociedad no las estamos haciendo o las hacemos a cuentagotas. Hay que trabajar mucho más desde la escuela con los padres y madres de familia. Tienen que involucrarse el Sector Salud, los medios de comunicación y las ONG’s activas en redes sociales. No podemos seguir siendo solo testigos de la violencia. Acabaremos por contagiarnos todos, y ese, no me no me parece que sea el mejor de los escenarios.
Profesor de Psiquiatría, Facultad de Medicina. UNAM