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En el Libro de las Revelaciones, eminentemente profético, la guerra, la muerte, la penuria y el anticristo, (representados de forma alegórica en cuatro caballos con sus respectivos jinetes), se convirtieron en un símbolo de la tradición cristiana y dieron lugar a un sin número de interpretaciones, tanto de expertos cuanto de legos.
No soy apocalíptico, pero 2016, tan próximo a convertirse en pretérito cronológico, me deja resabios amargos, ineludibles aún ante el más superficial de los análisis. Me temo que algunos de ellos seguirán alimentando parte de nuestra narrativa informativa y de las preocupaciones que nos afligen cotidianamente. Me referiré a cuatro de ellos:
1. La guerra.
La absurda guerra contra las drogas, emprendida hace ya 10 años, ha tenido consecuencias devastadoras: 180 mil muertos, 30 mil desaparecidos y un millón de millones de pesos gastados (100 mil millones de pesos anuales en promedio durante 10 años) a cambio de qué, nos preguntamos muchos. El consumo de drogas no disminuyó un ápice, ni la producción, ni su distribución o venta. Las ganancias para el crimen organizado se multiplicaron, el lavado de dinero está en su apogeo, las comunidades más afectadas viven permanentemente aterradas, los derechos humanos hechos añicos y las fuerzas armadas están hartas de hacer tareas que no les tocan y sin un marco jurídico que establezca con claridad sus responsabilidades. Se va el año y el saldo, en este rubro, es desastroso.
2. La corrupción.
Pocas cosas generan mayor indignación en amplios segmentos de la sociedad que el uso de recursos públicos con fines personales, sean estos de los gobernantes o de aquellos con quienes los comparten secreta o abiertamente. Con una impunidad que ha rebasado todos los límites imaginables, nos enteramos de las historias de gobiernos estatales tan corruptos que a nadie importa si a los responsables les suspenden sus derechos los partidos políticos que los postularon —como si fuera una gran sanción— porque ya a nadie le importa a qué partido pertenecen. ¿Cómo es posible que tengan que transcurrir seis años para reconocer que, efectivamente, la vox populi tenía razón; que las denuncias de periodistas independientes tenían sustento. Todo indica que nuestro sistema de procuración e impartición de justicia, ante los poderosos, ni la procura ni la imparte. Al despedir al 2016, el estado de derecho, nos guste o no, sigue siendo asignatura pendiente.
3. La desigualdad.
Nuestra mayor apertura económica generó expectativas que en algunos momentos compartimos. Mayor competitividad, mayor productividad, mayor crecimiento económico, mejor distribución de la riqueza, mejores empleos, mayores ingresos, etc. El discurso de los tecnócratas que dirigen la economía global, de la mano invisible de los mercados (que todo lo corrige) volvió a fallar. Crecimos menos de lo previsto, nos endeudamos al tope de lo permisible y la desigualdad creció. Los únicos que ganaron, aunque menos de lo esperado, fueron los que más tienen. Pero eso sí, subimos el salario mínimo 7 pesos (devaluados) hasta llevarlo a… ¡80 pesos diarios! No alcanza ni para la canasta básica alimentaria propuesta por el Coneval. Para tranquilizarnos, nos dicen: dicho aumento no será inflacionario.
Pero la desigualdad no es sólo un asunto interno. También hay que considerarla en el contexto internacional. Nos fue mal en la evaluación educativa, aunque la burocracia oficial lo minimice. Igual de mal que en los últimos 10 años, nos vuelven a decir, como si fuera consuelo. Paciencia, la Reforma Educativa dará frutos, insisten.
Sí que los dará, cuando dejemos de enseñar lo que enseñamos (que sigue siendo lo mismo) y sobre todo, en la forma como lo enseñamos. Cuando tengamos maestros, primero convencidos y luego capacitados, para enseñar a sus estudiantes a pensar, a resolver problemas, a cuestionar, a debatir con argumentos y razonamientos sólidos. Cuando los padres de familia se involucren en serio en la educación de sus hijos, de la cual son corresponsables junto con el Estado. En eso radica una reforma capaz de disminuir la desigualdad entre nosotros, y la distancia que nos separa de los otros, los que tienen una mejor calidad de vida, por tener un mayor nivel educativo. Urge salir de la penuria y dejar de pretender que se puede tratar como iguales a los desiguales.
4. El Presidente electo de los Estados Unidos.
La relación con nuestro vecino país del norte y principal socio comercial ha cambiado ya de manera significativa y vendrá más, seguramente mucho más. El señor Trump no es el anticristo, pero sí ha mostrado ser antimexicano y anti muchas otras cosas que contribuían a mantener un cierto equilibrio en esa relación que tenemos tan asimétrica. El gabinete que lo acompañará, ya anunciado aunque aún no ratificado, no genera mucho entusiasmo entre quienes mejor conocen a los elegidos. Algunos enterados piensan que nos enviará de embajador a un millonario tejano.
El cambio nos llega en tiempos complicados. Es claro que México no pasa por su mejor momento ni en lo político, ni en lo económico ni en lo social. Tampoco nuestro prestigio ante el mundo, otrora ampliamente reconocido, mantiene tanta vigencia. Las constantes violaciones a los derechos humanos, la victimización de periodistas y los frecuentes escándalos de corrupción han trascendido internacionalmente. Necesitamos tejer alianzas diplomáticas, diversificar proyectos comerciales y replantear estrategias que sean capaces de anticipar algunas contingencias que seguramente van a enturbiar nuestra relación bilateral.
La diplomacia mexicana ha sido históricamente sólida. Hoy enfrenta uno de sus retos más difíciles. Al igual que nuestra hacienda pública y nuestra balanza comercial. La anunciada renuncia del Gobernador del Banco Central (por algo debió haber sido) no ayuda. La trama es, pues, de suyo compleja.
El aliento del nuevo año me llega a través de un proceso colectivo que he podido constatar en estos últimos meses en diversas entidades federativas y que, aun cuando incipiente, lo percibo sólido y con un extraordinario potencial: la organización de la sociedad civil en torno a proyectos regionales específicos, más allá de los alcances (que habitualmente son pocos) y las limitaciones (que habitualmente son muchas) de los gobiernos locales. Poco hay que decir del gobierno federal, tan centralizado, al que casi invariablemente se le percibe como distante, mal informado y poco solidario.
Sí, se trata de organizaciones en torno a proyectos puntuales que empiezan por fortalecer el tejido social del entorno, defender decididamente el medio ambiente y crear condiciones amigables; ofrecer servicios personalizados sin pretensiones superfluas, y trazarse metas colectivas alcanzables en el mediano plazo.
Obviamente son organizaciones de jóvenes, muchos de ellos con estudios universitarios y con una convicción formidable, que los convierte en personalidades autónomas, capaces de entender e interpretar el contexto en el que viven, para mejorarlo. Desde la sociedad hacen política y muy buena, porque no están en la grilla, ni en el lucro ni en el afán del poder. Lo que quieren es mejorar su calidad de vida, a lo cual tienen pleno derecho y , poco a poco, lo están logrando. A pequeña escala los avances son inobjetables. Ya nos ocuparemos de algunos ejemplos concretos que ilustran con claridad el punto.
Por lo pronto lo comento como un dejo de entusiasmo en este fin de año. Una pincelada que anima a ver el futuro con optimismo. Un México que saldrá adelante gracias a una sociedad organizada que está cambiando: cada vez más educada, decidida, a pesar de la política y de sus políticos. Una sociedad que no se rinde, que sabe sacar el coraje y dar la cara cuando más se requiere. Una sociedad con la que me siento plenamente identificado.
Presidente del Consejo, The Aspen Institute en México