El nacionalismo es un fenómeno multidimensional: implica una ideología que se expresa culturalmente de distintas formas, es capaz de aglutinar tanto a ciudadanos en lo individual como a amplios sectores de la sociedad y, con frecuencia, evoca emociones intensas que pueden llegar a ser muy poderosas.

La lógica del nacionalismo es la opuesta a la de la globalización. El ciudadano global, que tiende a universalizar derechos y obligaciones (el respeto a los derechos humanos en cualquier parte del mundo o la protección ambiental, por ejemplo, forman parte de la agenda natural del ciudadano global), choca irremediablemente con la lógica excluyente del nacionalismo, que tiende a segregar a los ciudadanos según su raza, género, religión, clase social y filiación política, entre otros factores.

El nacionalismo adquiere su dimensión más peligrosa, cuando, al ufanarse con reiterada arrogancia de su superioridad, niega sus propias deficiencias, ignora sus limitaciones, descalifica cualquier propuesta alternativa de los otros y logra inducir —sea por persuasión, por temor o por conveniencia— una sensación de orgullo que se expresa con contundencia: somos el mejor país del mundo (“…the greatest country in the world”) ¿Le suena la frase?

La lealtad y la devoción que uno pueda sentir por su país, lo cual me parece razonable y saludable, no te convierte necesariamente en un nacionalista. Puedes ser simplemente un buen ciudadano, un patriota, porque amas a tu patria, respetas sus símbolos, defiendes sus tradiciones y te solidarizas con tus compatriotas. Pero no te sientes superior a los otros, ni tratas de imponer tus creencias, ni de excluir —en sus derechos y en sus oportunidades— a quienes no comparten tu color de piel, tu orientación sexual, tu religión o tu visión del mundo. El tema es que no se tengan que parecer a ti ni deban volverse como tú para ser aceptados y respetados. El tinte emocional, incluso pasional (y no sólo el ideológico) es el que define, con más frecuencia, la reacción intolerante, la actitud autoritaria, la expresión xenófoba, de esta nueva oleada de nacionalismo que muchos vemos crecer con fundada preocupación.

Hay que tener presente que el nacionalismo es una ideología afín a personalidades temerosas, resentidas, en el fondo autodevaluadas e inseguras, aunque muchas veces aparentan ser lo opuesto. El nacionalismo es una enfermedad propia de los niños, decía Einstein, “como el sarampión”. Lo grave es que puede ocasionar estragos mucho mayores que el sarampión. Por lo ocurrido recientemente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, dos de las democracias más robustas del mundo occidental, el neonacionalismo como ya le llaman algunos, viene con una enorme carga emocional y puede ser una amenaza real a la paz mundial. Por lo menos parece marcar el fin de un ciclo (el de la supremacía de los mercados globales) y posiblemente el inicio de un nuevo orden internacional.

El desencanto y el enojo contra la globalización —la movilización del coraje— poseen también, claro está, una explicación económica. Aquellas regiones donde se han perdido más empleos, se ha acentuado más la desigualdad en el ingreso y se tiene una mayor dependencia en las exportaciones, fueron las que definieron, en buena medida, los resultados tanto en la elección presidencial norteamericana como en el referéndum del Reino Unido sobre su permanencia o no en la Unión Europea.

Ocurre además, que la narrativa de los globalizadores ha ido perdiendo relevancia. No conmueve a nadie. Está escrita fundamentalmente por tecnócratas para ser leída por tecnócratas. Se ha vuelto reiterativa, poco verosímil y aburrida. Nada le dice ya al ciudadano común. “Estamos hartos de los expertos”, fue la frase que más convocó a votar en favor del Brexit.

Un gran fracaso de la globalización, relevante para entender lo ocurrido radica en que, paradójicamente, las redes sociales no han logrado incrementar significativamente su tráfico internacional. Menos del 5% de los usuarios de Facebook en los EUA cultivan contactos internacionales y sólo el 18% de los temas en Twitter tiene que ver con lo que ocurre en otros lados del mundo. Así que, aunque internet sea la red global por excelencia, se usa sobre manera con fines domésticos. El asunto no es menor: pensar que tu país es superior a otros tiene mucho que ver con qué tanto sabes de los otros países: cuanto menos sepas de los otros, más superior te sientes (Harvard Business Review, Nov. 2016).

Pero sin lugar a dudas, el mayor desencanto con la economía globalizada ha sido que la desigualdad en el ingreso de las personas creció, no sólo en los países como el nuestro donde el tema ya era escandaloso, sino también en los países más desarrollados. En los EUA, por ejemplo, alcanzó niveles no vistos desde los años veinte del siglo pasado. En suma: estamos pagando el costo social de una política económica equivocada porque sólo benefició a unos cuantos. El crecimiento, en todo caso menor al prometido (ya sea por el FMI, el Banco Central Europeo, la Reserva Federal de los EUA o el Banco de México), no se ha distribuido equitativamente. Si eras rico, ahora lo eres más; si eras pobre, ahora lo eres más.

Creo que la desigualdad fue el principal factor que precipitó el oleaje populista que subyace tanto al nacionalismo que estamos viendo y viviendo, como a las medidas proteccionistas impregnadas de xenofobia que están surgiendo y que, lejos de aliviar, van a intensificar aún más las tensiones sociales y los conflictos internacionales. Ojalá me equivoque.

El hecho es que el neonacionalismo ya entró en vigor en nuestro vecino país y principal socio comercial. Ha sentenciado ya la extinción de algunos acuerdos globales que tanto trabajo costó implementar como el TPP. ¿Qué va a pasar ahora con los esfuerzos por contener el calentamiento global y el cambio climático? que también ya han sido explícitamente cuestionados. Aún organismos como la ONU, con sus múltiples agencias internacionales, estará sujeta al “nuevo orden” que, si bien no está claro aún en qué consistirá, todo indica que habrá de llegar y quizá más temprano que tarde. Es cosa de sumar a los países que claramente anteponen sus intereses nacionales: China, Rusia, Turquía, desde hace tiempo; ahora EUA y el Reino Unido, ¿Quién sigue, la Francia de Marie Le Pen?

Cada vez somos más los que nos preguntamos todos los días: ¿Y en México, qué pasará? Inmersos como estamos en nuestros problemas intestinos que no son menores (la corrupción, la inseguridad, el rezago educativo, el presupuesto que no alcanza, la productividad que no aumenta, etc.), salvo algunas declaraciones vagas, de carácter general que dicen poco aunque, supuestamente, son para mantener la calma, tengo la impresión que seguimos más bien pasmados, cautelosos, a la espera. A ver si el yerno del Sr. Trump se ocupa de nosotros. No hay porqué preocuparse de más.

A los autócratas hay que creerles, aunque no nos guste escuchar lo que dicen. Así que lo más probable es que habrá muro en la frontera, deportaciones masivas y cambios importantes en el TLC. Las implicaciones sociales, políticas y económicas que pueden tener tan sólo estas tres medidas, pueden ser devastadoras. Llegarían además en un mal momento, con un país endeudado hasta el tope, con saldos espeluznantes por muertes violentas que crecen por semana, políticos prófugos y un gran descrédito frente al mundo. Así las cosas, los discursos de unidad nacional no bastan. Frente a la nueva contingencia y sus posibles consecuencias previsibles, urgen programas específicos, acciones puntuales, estrategias de contención expeditas que, en efecto, generen confianza, mayor certidumbre. Nos vendrían bien a todos, sociedad y gobierno.

Presidente del Consejo del Aspen Institute en México

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