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Hay una dimensión subjetiva de la política que con frecuencia se subestima. Las motivaciones, los anhelos, los éxitos y los fracasos de un proyecto político influyen en el ánimo de gobernantes y gobernados, en la forma de cómo se cuentan las cosas y cómo se proyectan: ya sea hacia adentro de uno mismo o hacia fuera, hacia los demás. Los logros generan confianza, sobre todo si son recurrentes, en tanto que los fracasos son los que ponen a prueba la verdadera fortaleza de los liderazgos. El miedo, la frustración o el coraje, aunque subjetivas, son fuerzas reales capaces de incidir efectivamente en la dinámica política de las sociedades, en la trayectoria de los países como lo sostenía, con sobrada razón, Norbert Lechner, lúcido científico social de origen alemán, que fue profesor de la Flacso tanto en Chile como en México. Ignorarlas es tan grave como cuando se pretende prescindir de la ideología en aras de ese pragmatismo que sostiene que lo único que realmente importa es el mercado.
La reciente experiencia mexicana, a raíz de la visita del detestable Sr. Trump, mostró la importancia de esa subjetividad colectiva, que respondió con coraje, con indignación generalizada al agravio, al insulto, a la agresión reiterada del demagogo, al racismo de un psicópata que se ha dedicado a sembrar odio hacia nosotros, los mexicanos, entre millones de sus compatriotas que lo siguen. El tipo no vino a disculparse —que era lo único que hubiera podido justificar su visita— sino a mofarse, como lo demostró su discurso en Arizona unas horas después. Él mismo se encargó de no dejar dudas al respecto. Ufano, se adjudicó incluso, como muestra del éxito de su visita, la caída del secretario de Hacienda, de quien, se dice, fue el promotor de la invitación para que viniera a México.
A falta de una enérgica protesta diplomática, de una defensa frontal y decidida de nuestra identidad, de los principios que nos rigen y de los valores que le han dado sentido a nuestra cultura, surgieron, inevitablemente, sentimientos de abandono y desamparo; sensaciones de deshonra y humillación que son de un gran calado. Por eso las renuncias, las decisiones post facto, pueden servir para los reajustes políticos que se estimen convenientes, pero no bastan para resarcir el ánimo dañado.
Las banderas que se izaron en algunas plazas públicas con el águila hacia abajo, según nos relató Héctor Aguilar Camín (Milenio, 05/09) van, en mi opinión, más allá de su significado militar y muestran que fue la autoestima, simbolizada en el escudo nacional —habitualmente motivo de orgullo y fortaleza— la que se vino abajo ante la farsa y la afrenta que significó la visita de Trump. Después de analizar las reacciones que han predominado en la opinión pública en los días subsecuentes, tanto en México como entre mexicanos que radican en los Estados Unidos, pareciera que muchos (si no es que todos, incluso aquellos que defendieron la visita con argumentos poco convincentes) nos hemos sentido, por decir lo menos, vulnerados, atrapados en una suerte de impotencia colectiva. Alicaídos y semiparalizados a la vez. Que la señora Clinton haya decidido declinar la invitación presidencial a visitar nuestro país, aunque políticamente sea entendible, tampoco ayuda al ánimo nacional. La dosis de frustración no ha sido menor. Supongo que tampoco lo será el resentimiento acumulado.
¿Qué hacer para superar el trauma? ¿Cómo salir de esta dinámica hostil que se atora con frecuencia en el reclamo, pero tampoco va más allá? Nos vendría muy bien crear una imagen fuerte de nosotros mismos, de lo que realmente somos: una nación multiétnica y pluricultural , diversa y contradictoria, con una enorme riqueza cultural y un limitado desarrollo científico y técnico. Una sociedad plural, insuficientemente cohesionada, desencantada con el régimen y, sobre todo, con su clase política. Muy distanciada del poder, sea público o privado.
Nos urgen experiencias exitosas de acción colectiva, que nos reconforten internamente y nos permitan proyectarnos hacia fuera con la cara en alto. Resarcir la autoestima, socavada por la faena que nos hicieron, pero no tratar de hacerlo a costa de un rancio nacionalismo antiyanqui, ni tampoco a través de un discurso populista que reivindique nuestra vulnerada subjetividad. Ciertamente la subjetividad importa, es real y es relevante para el desarrollo humano y para la política. Es un proceso que abarca valores y creencias, pasiones y experiencias. En la subjetividad se generan las expectativas y se construyen ilusiones.
Los tiempos exigen sí, construir un nuevo discurso, pero sustentado en lo colectivo, que represente a la sociedad. Capaz de identificar causas comunes más que listados de problemas o anhelos individuales. Necesitamos recrear aquello que nos ha hecho sentir bien en el pasado, recuperar el orgullo y las legítimas fuentes de inspiración que reconforten a los ciudadanos y entusiasmen más a los jóvenes, a quienes hemos abandonado en su individualismo, en su fundado escepticismo.
No encuentro mejores instituciones para encabezar tal proyecto que nuestras instituciones de educación y cultura, sobre todo aquellas que no han claudicado en su rigor académico, en sus valores éticos, en su compromiso social. Ahí se concentran los liderazgos consolidados más legítimos que tenemos, que nos pueden ayudar a mantener de nuestro lado a la opinión pública internacional; y de ahí surgirán también los nuevos liderazgos, los del futuro inédito, ese que siempre está por venir. Ahí se siguen conjugando lo mejor de nuestra inteligencia reflexiva y de nuestro talento creativo. Ahí se preserva también la conciencia crítica que requerimos para discernir con objetividad, y la conciencia ética que necesitamos para recuperar la confianza en las instituciones democráticas y en nuestras leyes. No encuentro un mejor lugar que ese, para que surja el proyecto que cierre la brecha que hoy separa a la política de la cultura, para crear lo que tanta falta nos hace: una verdadera cultura política.
Las circunstancias del país dan, pues, a la universidad, la oportunidad de encabezar la ofensiva cultural que rescate la reputación difamada por el adinerado fanfarrón. Que nuestros académicos, nuestros artistas, nuestros intelectuales, nuestros estudiantes muestren su combatividad a través de su talento, la disciplina con la que lo cultivan, la originalidad de sus obras, la creatividad que imprimen a su trabajo. Una ofensiva inteligente, persuasiva, elocuente, que nos haga sentir bien por nuestro origen y nuestras raíces, por lo que somos y por lo que representamos ante el mundo. Me parece una buena opción. Por lo menos fortalecerá nuestra resiliencia, es decir, nuestra capacidad colectiva de contender con agresiones, con adversidades, y superarlas. Es un ángulo que vale la pena explorar con más cuidado. Claro, habría que empezar por no reducirle el presupuesto a las universidades públicas, que hacen un gran esfuerzo por cumplir con la delicada tarea que la sociedad exige.
Me parece, en suma, que para resarcir la autoestima, hay que promover todo aquello que ayude a dejar atrás el lamentable incidente y que nos autoafirme con dignidad frente a nosotros y frente a los otros. Sobre todo en estos tiempos, en los que lo subjetivo —por fuerza de las circunstancias— se ha vuelto sustantivo.
Ex Rector de la UNAM