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A las 18:03 llega un mensaje a mi correo electrónico. Me escriben de parte del presidente de una ONG que investiga desde hace meses “al cártel de Tláhuac y sus operaciones en CU”.
Me dicen que han obtenido información sobre el interés de los miembros del cártel en afectar mi integridad: quieren matarme.
El mensaje explica que a los miembros de la ONG les gustaría conversar conmigo “a fin de que tenga la información pertinente que impida cualquier agresión” en mi contra.
Me invitan a comunicarme con un licenciado por correo electrónico o por teléfono. Anotan el número de un celular.
La semana en que llega este mensaje he publicado tres columnas sobre el caso Tláhuac. La primera relata la forma en que Felipe de Jesús Pérez Luna, El Ojos, se apoderó con lujo de violencia del negocio del narcomenudeo en esta demarcación gobernada por Rigoberto Salgado, de Morena, y señala que su grupo criminal logró infiltrarse en siete delegaciones de la capital.
La segunda columna cuenta los antecedentes del llamado Cártel de Tláhuac antes de que El Ojos heredara la estructura criminal: narra la historia de un sujeto apodado La Mano con Ojos, quien irrumpió hace siete años en la ciudad con la intención de apoderarse del narcomenudeo.
La tercera, La mafia política que se adueñó de Tláhuac, relata cómo Rigoberto Salgado y su grupo obtuvieron como perredistas cargo tras cargo en Tláhuac, y la forma en que cambiaron de casaca cuando se les negaron diversas candidaturas: explica la trayectoria de un grupo que lleva más de una década operando políticamente en la demarcación —y a pesar de todo dijo ignorar que esta se hallaba bajo las manos criminales de El Ojos.
Lo pienso un instante y marco a la ONG, “a fin de obtener información pertinente que impida cualquier agresión” en mi contra.
Atiende una voz: es la del director. Me dice que tiene una noticia muy desagradable que darme: la gente que su organización ha “infiltrado” en Tláhuac acaba de oír que el sucesor de El Ojos —el licenciado menciona un apodo que anoto en mi libreta— ha dado a sus gatilleros la instrucción de obtener mi domicilio y “darme para abajo”. La voz es grave, amable, solidaria. Me recomienda denunciar en la PGR y promete entregar a las autoridades la información sobre el cártel que la ONG ha recabado.
Me informa, además, que la organización ha asesorado a varios colegas a los que el cártel de Tláhuac ha amenazado.
En cuanto cuelgo me pregunto si debí grabar la conversación, tal y como lo hizo un colega el día en que este mismo licenciado le comunicó que la gente que su organización ha “infiltrado” en Tláhuac acababa de oír que El Ojos había dado la orden matarlo.
Sé todo esto porque el colega aquel me permitió escuchar el audio. Busco su número en la agenda y le pido, a través de un mensaje, que me envíe esa grabación. Vuelvo a escuchar la voz del licenciado —grave, amable, solidaria—. Le dice a mi colega que El Ojos ha sido “muy contundente” al decir que si él volvía a publicar algo más sobre Tláhuac le “van a dar para abajo”.
Escucho el audio hasta el fin. El licenciado explica que su ONG le ha avisado a otro compañero, un tercer periodista, que el cártel de Tláhuac iba a matarlo si volvía a publicar una línea más en su contra. Hago una búsqueda rápida en la red. Una página “oficial” señala que la ONG funciona desde 1991, dedicada a “la investigación de casos de corrupción y delincuencia al interior de los cuerpos de seguridad”.
Pido referencias a varios defensores de derechos humanos. Ninguno ha oído hablar de la ONG del licenciado, “y eso que las conozco prácticamente a todas”, me dice la última persona con la que hablo.
Preguntando aquí y allá me entero que hace dos años, en 2015, este mismo licenciado le advirtió a una cuarta colega, que también había escrito sobre Tláhuac, que El Ojos había ordenado “darle para abajo”.
Extraños estos jefes del narcomenudeo: todas las mañanas, con su pistola a un lado, leen notas, reportajes y columnas. Y desde hace al menos dos años se dedican a ordenar la muerte de los periodistas que escriben sobre ellos.
Desde hace al menos 2 años, la gente que el licenciado tiene “infiltrada” escucha, oportunamente, estas órdenes. Y el licenciado, grave, amable, solidario, se apresura a comunicarlas para que los periodistas tengan la información pertinente que impida cualquier agresión en su contra.
Cuatro periodistas amenazados de la misma forma. No ocurre en Reynosa, Juárez, Culiacán o el puerto de Veracruz, entre otras ciudades asoladas por la violencia del narcotráfico. Ocurre aquí, aquí.
Nada menos que en la Ciudad de México.