Digamos que las manos me sudaban cuando atravesé el antiguo portón de madera de la casa ubicada en 5 de Febrero número 18.

A principios del siglo XX, el arquitecto Eduardo Macedo afirmó que esa casa había pertenecido a la marquesa de Uluapa. El historiador Manuel Romero de Terreros lo desmintió: un poco malhumurado sostuvo que “esta señora ni la construyó ni vivió en ella jamás”.

Sin embargo, en casi todas las guías de la Ciudad se le sigue nombrando así: “Casa de la Marquesa de Uluapa”.

Yo llevaba muchos años intentando entrar. Diré por qué: sabía que su interior guardaba un tesoro único en México, algo que no era posible ver “en ninguna casa habitación de la Ciudad de México ni de la misma Puebla”, según se lee en un folleto antiguo.

Aquella tarde, sin embargo, lo conseguí.

La casa de 5 de Febrero 18 tiene una historia antigua. En los años posteriores a la Conquista, Hernando de Ávila y su esposa, Gerónima de Sandoval, levantaron un palacio en ese sitio. Luego la casa comenzó a rodar: quedó en manos de una Archicofradía, la del Santísimo Sacramento, y más tarde perteneció a un tal Diego Calderón de Benavides.

En 1756 estaba en poder de unos hermanos, los impresores Rivera Calderón, quienes la vendieron a “un vecino del comercio”: el alférez Nicolás Cobián y Valdés.

Cobián no era un aristócrata. Pero como “vecino del comercio” debía irle muy bien. Derribó la casa construida por Hernando de Ávila e hizo construir la que 250 años más tarde sigue haciendo que la gente se detenga a contemplarla. La casa, como hoy la vemos, fue terminada en 1766.

En esa época, la decoración a base de azulejos acompañaba, de manera obligatoria, todo despliegue arquitectónico. Acababa de surgir en la Ciudad la única casa en cuya fachada se había despreciado el tezontle: la de los Azulejos, en la actual calle de Madero, recubierta enteramente con talavera poblana.

Así que don Nicolás y su mujer, una señora de la que solo se sabe que su apellido era De los Ríos (“Doña X de los Ríos”, la llamó Romero de Terreros), decidieron ornamentar el interior de su domicilio con cuadritos de azulejo que recordaran los de la casa de la calle de Madero.

Pero don Nicolás hizo algo más. Ordenó que en aquellos azulejos quedaran retratados su esposa, “Doña X de los Ríos”, y su séquito de esclavos y sirvientes (algunos de ellos de origen africano). Tal vez nunca pasó por la cabeza del comerciante que con aquel gesto de vanidad, destinado a recalcar el estatus que había obtenido en la Nueva España —según cree la historiadora Leonor Cortina—, en realidad estaba enviando al futuro un documento único sobre la vida doméstica en el virreinato.

En seis tableros de azulejo quedaron plasmadas las imágenes del lacayo, el jardinero, el cocinero, la lavandera, todos ellos mostrando a detalle ropa, calzado, instrumentos de trabajo. Ahí quedó también la imagen de la que se cree es “Doña X de los Ríos”.

No había logrado entrar jamás y ahora subía por la antigua escalinata, sabiendo que en unos minutos me sería dado contemplar aquella “joya única”. Tantos y tantos años y ahora todo era cosa de trepar unos peldaños.

En 1866 Refugio San Román de la Cortina heredó la casa. A lo largo del siglo XX el antiguo edificio fue convertido en vecindad. Los valiosos tableros fueron arrancados de su sitio original. A alguien se le ocurrió, tal vez como una manera de preservarlos, empotrarlos en las paredes de un cuarto estrecho y sin luz.

Llegué hasta él. No podía creer lo que vi. Ahí estaba, 250 años después, algo que no era posible contemplar “en ninguna casa habitación de la Ciudad de México ni de la misma Puebla”. Algo que solo existía aquí, en un viejo palacio de la calle 5 de Febrero.

La emoción se convirtió en rabia. A “Doña X” le habían robado el azulejo en el que tendría que estar su rostro. Solo quedaba en su lugar un agujero sucio y oscuro. Advertí que los tableros que representan al resto de los personajes se encuentran quebrados, fracturados, sucios, manchados por los siglos. A punto de extinción.

La casa es propiedad de una empresa, fabricante de toallas, que ha sabido mantenerla en espléndidas condiciones. Pero una joya única está a punto de perderse. De irse para siempre.

Cuando eso ocurra se habrá cumplido nuevamente la verdadera maldición de la Ciudad de México: esa que le obliga a destruir lo único para construir lo que puede encontrarse en cualquier parte.

Tomé algunas fotos. Lo hice porque pensé que aquella podía ser la última vez que viera aquel tesoro.

Regresé a 5 de Febrero y fue como si la calle me diera una bofetada.

@hdemauleon
demauleon@hotmail.com

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