Lo vi en la cama de un hospital. Le habían hecho una trepanación a consecuencia de la golpiza que recibió en un taxi. En aquella época llevaba a cabo una investigación sobre las muertas de Juárez y, según decía a los amigos, lo que había encontrado le había valido amenazas directas y veladas. Estaba seguro de que aquella golpiza que le fracturó el cráneo era otra de las consecuencias de su investigación.

En el hospital, me pareció más frágil que nunca. Parecía que iba a deshacerse. Creí que jamás lograría superar todo aquello.

La muerte violenta de una mujer a la que conoció y quiso lo había internado en el oscuro tema de los feminicidios. Estaba fresca la primera oleada en Ciudad Juárez. Él viajaba con frecuencia a aquella ciudad fronteriza.

Ahí cambiaba de hoteles cada noche, sostenía misteriosos encuentros con agentes de la DEA y reporteros de El Paso, obtenía copias de averiguaciones previas e informes forenses sobre las mujeres asesinadas. Llenaba la cinta de su grabadora, así como las páginas de su libreta de reportero, con escabrosos testimonios sobre lo que estaba ocurriendo en la noche de Juárez.

Las maquiladoras se habían asentado por aquellos años en la frontera. Miles de mujeres jóvenes llegaron a trabajar en ellas. Cayeron, sin saberlo, en una ciudad infestada por el cártel más poderoso de aquel tiempo —el que encabezaba Amado Carillo, El Señor de los Cielos.

Cayeron en una ciudad minada en todos los órdenes por la corrupción: una corrupción que se expresaba en niveles políticos y empresariales, y cuyo rostro más visible era el sometimiento de las policías y el Poder Judicial al gran imperio del narcotráfico.

Una ciudad que arrojaba a la cara como un escupitajo sus zonas de miseria: verdaderos arrabales sin agua, sin luz, sin pavimento —en cuyas casuchas se hacinaban las mujeres que luego aparecieron muertas en el desierto.

Creí que no podría sobreponerse a la trepanación, pero lo hizo. Y continuó sus viajes inquietantes.

A los amigos de aquel tiempo —periodistas y escritores que se reunían cada viernes en algún restaurante, para luego seguir “el camino de los gatos” hacia las rutas, las ofertas, las tentaciones de la noche— nos avisó lo que estaba sucediendo en el país, cuando la violencia parecía algo remoto y ajeno.

Una de esas noches le oí decir que la violencia de Juárez era expresiva: que aquellas muertes sádicas eran mensajes, consignas de poder. Las víctimas habían sido seleccionadas previamente, todas trabajaban en las maquiladoras, todas eran guapas, todas eran delgadas, todas tenían el cabello largo, todas vivían en los arrabales.

Según él, aquellos crímenes no eran cometidos al azar, formaban parte de un patrón. No bastaba con reconstruirlos. Tampoco, con hacer un compendio cronológico de ellos. No era suficiente con elaborar listas de personajes posiblemente involucrados en esas muertes.

A la violencia de Juárez había que interpretarla, analizarla, pensarla: nos estaba diciendo algo de México, algo sobre el odio en México. Era preciso realizar aquel trabajo, no desde la nota roja, sino desde el campo del arte, la Filosofía y la Antropología.

Sergio González Rodríguez se repuso de la trepanación, continuó sus investigaciones y publicó un libro que se volvió un clásico: Huesos en el desierto.

Lo que en los años noventa nos había advertido en la penumbra urbana, se cumplió pronto. Lo que sucedía en el norte de México se derramó sobre el país entero. La violencia se convirtió en epidemia.

González Rodríguez continuó zambulléndose en la oscuridad durante el resto de su vida. De su inmersión en las tinieblas trajo El hombre sin cabeza, Campo de guerra y Los 43 de Iguala: palabras que trataron de nombrar e iluminar el horror, de volverse un reducto civilizatorio ante la barbarie. De su inmersión en la luz de la literatura había logrado las novelas de El triángulo imperfecto; los ensayos de Los bajos fondos y El centauro en el paisaje.

Tomamos los últimos tragos hace unos meses. Le gustaba regañar y dar consejos. La comida siguiente ya no se cumplió.

Subí la escalinata del velatorio sintiendo que algo se me iba como agua entre las manos. Su amistad que fue como agua entre las manos.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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