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Observó a sus compañeros, se puso de pie e hizo varios disparos. Dos adolescentes y la maestra cayeron. Él intentó dispararse en la cabeza, pero no lo consiguió. Entonces recargó el arma, oprimió de nuevo el gatillo y se desplomó en medio de un charco de sangre.
Se llamaba Federico. Tenía 15 años. Formaba parte de una generación que ha convivido con la violencia desde el instante mismo en que llegó al mundo.
Desde que esa generación tuvo uso de razón, la violencia formaba parte de la vida cotidiana. A diferencia de los adultos, cuyos recuerdos hablan de “un México distinto”, en el país en el que la generación de Federico ha vivido la violencia forma parte de la vida cotidiana.
Esos niños la vieron todos los días en los medios, los diarios, la televisión (bajo la forma de ejecutados, encobijados, encajuelados) y la padecieron diariamente en las calles, la escuela, la colonia, incluso en la familia.
Digámoslo de este modo: Federico pertenecía a la generación herida internamente por la llamada “guerra contra el narcotráfico” (que comenzó cuando él tenía cinco años), y lastimada por el espectáculo cotidiano de un país tocado por la sangre, la pobreza, la inequidad, la exclusión social...
No justifico lo que hizo. Me echo en cara lo que hemos dejado de hacer.
En 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, señaló que en México los adolescentes de entre 15 y 19 años formaban parte de un grupo con alto riesgo de morir víctimas de un homicidio, y apuntó que el mismo grupo se hallaba en alto riesgo de cometer un homicidio.
Ese mismo año, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, Unicef, informó que 21 millones de mexicanos menores de 18 años vivían en situación de violencia: para muchos de ellos, la violencia era incluso una forma de socialización.
En 2013, el Inegi reportó que 34 mil 509 jóvenes varones de entre 15 y 29 años habían sufrido en el país muertes violentas: 53.1% de las defunciones en este sector.
El Colegio de la Frontera Norte señaló que la “normalización” de la violencia había convertido simultáneamente a los jóvenes mexicanos en víctimas y agresores, y propuso la introducción de un término: Juvenicidio, para visibilizar mejor lo que ocurría.
Lo que ocurría es que 43.4% de los asesinatos de adolescentes y jóvenes había ocurrido solo en tres años: de principios de enero de 2008 a diciembre de 2010.
Todo en la espiral de horror que trajo consigo la guerra contra el narco.
Según un estudio del Banco Mundial, en 2010 más de la mitad de los delitos fueron cometidos por jóvenes, la mayoría de entre 18 y 24 años.
De acuerdo con otro estudio de The Transborder-Institute de la Universidad de San Diego, uno de cada cuatro ejecutados en México es menor de 29 años.
En la actualidad, unos cinco mil niños y adolescentes se encuentran en centros tutelares por haber cometido delitos graves. El 20% fue detenido por secuestro y delitos contra la salud, según el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), y otro 22% se encuentra ahí por homicidio, según una encuesta realizada por el Unicef en el año 2015.
Seis de cada diez adolescentes admitieron que habían utilizado un arma en los delitos por los que se les acusa.
Hace siete años la aparición de un sicario que a los once años de edad comenzó a matar y degollar a sus víctimas (http://www.nexos.com.mx/?p=30932) provocó un alud de estudios sobre el impacto negativo de la violencia en niños y adolescentes.
Varias investigaciones probaron que México es el país más letal para ese grupo etario (una de ellas, el Mapa de la Violencia, que desde 1998 realiza el sociólogo Julio Jacobo Waiselfisz).
Hasta 2008, la violencia con víctimas adolescentes y jóvenes se concentró sobre todo en las ciudades fronterizas. Luego ocurrió un desplazamiento y apareció en Guerrero, Sinaloa, Michoacán, Veracruz y el Estado de México, entre otras entidades.
Lo ocurrido en el Colegio Americano del Noreste no puede ser ajeno a esto.
Ha llegado la hora de pensar en la generación herida.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com