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En la Ciudad de México hubo una vez un saqueo en el que participaron cerca de diez mil personas. Sucedió en 1692 y fue provocado por un alza inmoderada en el precio del maíz. De acuerdo con la historiadora Josefina Muriel, ese “alboroto” fue el hecho que conmovió con mayor intensidad a la Ciudad de México durante los 300 años que duró el virreinato.
La frase que afirma que la historia se repite es completamente falsa. Lo único que se repite son los errores. Entre ellos, el de poner a convivir, cíclicamente, miseria y ostentación.
1691 fue un año de tormentas intensas. El sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora advirtió que no tardarían mucho en malograrse las cosechas y que 1692 sería un año de “tempestades y fríos”. Nadie lo escuchó. El gobierno virreinal tenía la costumbre de no reaccionar hasta que los acontecimientos se hallaban encima.
Una serie de lluvias excesivas en julio y agosto destruyó los maizales. Aunque las cosechas de trigo sobrevivieron, pronto les cayó el hongo conocido como chahuistle. Para colmo hubo un eclipse total de sol. Malos augurios cayeron sobre la capital del virreinato.
Los efectos de la lluvia, de la plaga, del eclipse, no se hicieron esperar. Las pocas cargas de maíz que estaban disponibles sólo se conseguían a un precio desorbitado. En enero de 1692, el canónigo Antonio de Robles escribió en su diario, para que el horror fuera completo, que también el rastro se había quedado sin carne.
Las autoridades virreinales intentaron abastecer el almacén de la ciudad —la Alhóndiga— con granos importados de Toluca, Chalco y Celaya. Pero en abril la Alhóndiga estaba prácticamente vacía y una carga de maíz costaba ya 56 reales. A los indios les resultó imposible comprarlo. En reuniones celebradas en pulquerías, relata el cronista de la Tercera Orden, Thomas de la Fuente Salazar, comenzaron a pensar en “quemar México”.
A principios de junio el abasto de granos en la Alhóndiga resultó insuficiente para las necesidades de la ciudad. Mientras miles de mujeres se arremolinaban frente al almacén exigiendo a gritos unos granos, el virrey, la Audiencia, los nobles, las cofradías y las órdenes religiosas, desfilaban por las calles, celebrando de manera insultante —entre sedas, joyas, carruajes y corceles vistosos—, la procesión de Corpus Christi.
El 8 de junio, en la Alhóndiga, los oficiales del reparto intentaron dispersar a las mujeres que protestaban. Una joven indígena murió atropellada por la multitud. Relata Sigüenza que otra indígena gritó: “Ahora moriréis todo México, como ella está”.
La muerta fue llevada en brazos a la Plaza de Armas. Ahí, prosigue el relato del sabio novohispano, “comenzó uno con grandes voces a decir contra el señor virrey las más atrevidas desvergüenzas y execraciones que jamás se oyeron y, sacando una piedra de su seno, la tiró al balcón (del palacio virreinal)”.
Era la señal que esperaba la multitud que para entonces se había congregado en la plaza. Cargó tanta gente contra el palacio que la compañía de infantería que lo custodiaba retrocedió y tuvo que encerrarse en éste. La turba apedreó las ventanas, quebró las vidrieras, le prendió fuego a las puertas y sacó arrastrando a la plaza la carroza dorada del virrey.
“¡Muera el virrey! ¡Muera la virreina! ¡Muera el corregidor! ¡Mueran los españoles! ¡Muera el mal gobierno!”, se escuchaba.
En sólo media hora, cuenta Thomas de la Fuente y Salazar, los amotinados hicieron “una Troya de esta ciudad”. Incendiaron el palacio, le prendieron fuego a la Alhóndiga, quemaron el edificio del Ayuntamiento, luego saquearon los comercios de la plaza.
Un testigo relató que los indios lanzaban gritos que “daban miedo”. No sólo los indios tomaron parte, sin embargo, en el alboroto. Según la enumeración clásica de Sigüenza también hubo negros, bozales, mulatos, moriscos, zambaigos, lobos y españoles zaramullos, “que es lo mismo que pícaros, chulos y arrebatacapas”.
Encerrado en el convento de San Francisco, el virrey ordenó “apaciguar la sedición por todos los medios”. Una tropa entró en la plaza dando “a todos los que se pudo” el castigo “que merecían”.
Durante siete horas —de las cuatro de la tarde a las once de la noche— la Muy Noble Ciudad de México ardió.
A esa hora, escribe De la Fuente, “sosegado el motín, se reconocieron los lamentables estragos de tan infelices desgracias”:
Cientos de cuerpos junto a las llamas.
Todo se apaciguó al fin. Pero cuando el virrey iba a misa, “feamente le execraban y maldecían, atribuyendo a sus omisiones y mal gobierno la falta de maíz y la carestía”.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com