El periódico decía: Víctimas matan a su secuestrador y escapan en Álvaro Obregón. Un párrafo informaba en el cuerpo de la nota: “Las supuestas víctimas lograron liberarse de sus ataduras y privaron de la vida a uno de los presuntos plagiarios”.
Siempre mueren las víctimas, no lo secuestradores. Por eso pregunté.
En la madrugada del martes 29 de noviembre secuestraron a dos personas, padre e hijo, cuando salían de su trabajo. Según la carpeta de investigación correspondiente —CI-FAS/E/UI-3C/D/744/11-206—, fueron cinco personas las que los interceptaron. Los subieron con lujo de violencia a un vehículo sedán.
Los secuestradores no se molestaron en ocultar su identidad. Uno de ellos, Alejandro González Ulloa, trabajaba como chofer, al igual que sus víctimas. Sabía que el padre iba a recibir dinero por la venta de un camión. Se lo había oído decir.
Le comunicó el hecho a unos amigos. Decidieron quedarse con el dinero: 200 mil pesos.
Llevaron a sus víctimas a una cerrada en Santa Rosa Xochiac. Se trataba de un predio irregular en el que sólo hay dos casuchas de lámina. Los ataron con vendas y los arrojaron a un rincón.
En Santa Rosa Xochiac apareció el cadáver de una joven con los pantalones en las rodillas y a su lado un taxi volcado y calcinado. En esa misma colonia 80 vecinos salieron a la calle para linchar a un ladrón (con trabajos logró rescatarlo la policía), y más tarde colocaron mantas de advertencia que informaban a los delincuentes: “Atención ladrones de mierda, nos han robado muchas veces y como la policía no hace nada si te sorprendemos robando te vamos a linchar”.
La inseguridad, sin embargo, no terminó.
Apenas el pasado 25 de agosto los vecinos se reunieron en la explanada para buscar salidas contra la delincuencia.
Santa Rosa tiene zonas oscuras y mal vigiladas. En una de estas zonas se hallaban las casuchas que fungieron como “casas de seguridad”.
El propio Alejandro González Ulloa hizo las llamadas de negociación. La carpeta indica que en cuanto colgó, los secuestrados le oyeron decir que pagara o no pagara la familia, de cualquier modo tendrían que matarlos.
Con la desesperación que le procuró la sentencia de muerte contra su hijo, relató después, el padre intentó liberarse de las ataduras.
Desde luego no lo consiguió, aunque estuvo varias horas haciendo fuerza. Y de pronto, sintió que se iban aflojando.
Para entonces los secuestradores se habían separado. Sólo dos de ellos estaban en la casucha “cuidando” a las víctimas. “Cuidando” es una forma de decirlo, porque a esas horas de la madrugada se habían dormido.
Cuando ambos se despojaron de las vendas que les ataban pies y manos, el hijo se lanzó sobre uno de los delincuentes e intentó arrebatarle un revólver calibre .38. Forcejearon y se escapó un disparo. En la confusión, el muchacho descubrió que se había quedado con el arma en las manos.
Según las autoridades, el delincuente desarmado perdió el aplomo y se replegó. El joven advirtió que el segundo secuestrador, González Ulloa, estaba golpeando salvajemente a su padre. “Lo superaba en fuerza y peso”, relató.
No lo pensó más. Usó la cacha del arma que tenía en la mano para golpearlo en la cabeza. Pero no sirvió de mucho. González Ulloa lo derribó con un manotazo y se arrojó sobre él.
El arma detonó por segunda vez. La bala le entró al secuestrador por la mejilla (la Fuerza Antisecuestros le encontró luego un tatuaje que decía: “cuando la muerte sorprende, bienvenida”). Su cómplice echó a correr.
Las víctimas salieron a la calle y oprimieron un botón de pánico (eso dice una nota) o hicieron una llamada telefónica (según otra nota).
Más tarde dijeron que se morían de miedo al ignorar si habría otros agresores cerca o si el cómplice regresaría con refuerzos.
Quienes llegaron, en cambio, fueron elementos de la procuraduría capitalina.
El funcionario que me acercó el caso concluyó con esta frase:
“No están los tiempos para hablar con nadie de ventas, de bienes o de recepción de dinero. Las cosas, sencillamente, hoy no están para eso”.
“OK”, respondí.
Se los paso al costo.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com