Con 98 votos a favor, siete en contra y una abstención, el pleno del Senado aprobó antier el uso medicinal de la marihuana, así como su cultivo con fines médicos y científicos.

Se trata de un paso significativo contra una política prohibicionista que sólo ha traído calamidades. Resulta lamentable, sin embargo, que el dictamen no haya abarcado el uso lúdico de esta yerba, ni se haya planteado siquiera la modificación del límite de cinco a 28 gramos para uso personal, que contenía la propuesta del Ejecutivo.

Seguimos siendo presas de un prejuicio histórico.

La marihuana se fuma en México desde el siglo XVIII. En un libro extraordinario (Tolerancia y prohibición. Aproximaciones a la historia social y cultural de las drogas en México. 1840-1940), el historiador Ricardo Pérez Monfort relata que llegó a la Nueva España en las naos que atravesaban el Pacífico, de la mano de marinos que a través de su consumo hallaban la travesía más llevadera.

En 1772, el sabio José Antonio Alzate se refirió a las “visiones extravagantes” que la yerba provocaba: concluyó que “en lo más los efectos y visiones son puramente naturales”.

La marihuana circuló sin restricciones hasta el Porfiriato, asociada sobre todo con el buen humor. Un médico francés residente en San Luis Potosí —Pierre Dencausse—, anotó en 1850 que los prisioneros solían consumir la yerba “para calmar los males de la reclusión”, debido a “sus propiedades hilarantes”.

A Santa Anna le propusieron seriamente que la prohibiera, pero se negó. Probablemente la había fumado y la consideraba inofensiva: una canción de la época dice que Su Alteza Serenísima “era Sansón para la marihuana” (se trata de la misma melodía cuyo estribillo llegó hasta nuestro tiempo: “Marihuana, ya no puedo / ni levantar la cabeza / con los ojos retecolorados / y la boca reseca, reseca”).

En 1859 un médico de Jalisco, Crescencio García, hizo una formidable descripción del efecto que causaban “las hojas fumadas”. “Se emplean —escribió— para procurarse una especie de embriaguez particular acompañada de sensaciones voluptuosas en que se ve lo que no existe, se juzga de diferente modo lo que ha sido. Sin embargo, se advierte que bajo su influencia hay más propensión a las ideas alegres, y uno de los efectos más constantes es el de provocar risotadas que duran todo el tiempo que se está sometido a su acción”.

No cabe duda: don Crescencio se había puesto un buen “pasón”.

Esto no impidió que enlistara —ya desde entonces— los usos terapéuticos de la planta y presentara una serie de fórmulas para convertirla en sedantes, en jarabes y en pomadas.

En el último tercio del siglo XIX, los artistas y aristócratas mexicanos, por influencia de la bohemia parisina, experimentaron, entre otras cosas, con el opio, al que consideraron “un refinamiento insólito”. La marihuana era consumida sobre todo por indígenas y por tanto se le consideró un vicio de pobres, de reos, de soldados.

La moral porfiriana, a través de la prensa periódica, comenzó a vincularla con el submundo criminal. Desde 1885, narra Pérez Monfort, se le llamó “la plaga de los presidios”, “el azote de nuestras tropas”.

Para los periodistas, la marihuana fue el vínculo de la plebe con el crimen. Según Pérez Monfort, la prensa construyó un lugar común que hermanó al delincuente con el marihuano —y que era, en realidad, una forma de rechazo hacia los pobres y los marginados.

En 1908, el inspector de policía Félix Díaz, sobrino de don Porfirio, desmanteló una fábrica de cigarros de marihuana. Los cigarros venían en cajas en las que se leía: “Cannabis Indica. Cigarros medicinales contra el asma, bronquitis, dolores de pecho y de pulmón”.

El dueño del negocio declaró que había traído la marihuana desde Celaya para que el Consejo Superior de Seguridad la analizara, “porque él cree que la referida yerba no es dañosa, sino que, por el contrario, posee excelentes cualidades medicinales”.

“¿Por qué se me va a prohibir ya que en Europa, y especialmente en Francia, nación que como todos saben, va a la vanguardia de la civilización, no está prohibido ponerla en comercio?”, preguntaba el empresario.

Nadie hizo caso. De acuerdo con el historiador, durante todo el siglo siguiente perduró el afán de convertir a la marihuana en un producto pernicioso para “la higiene social”. Fue el primer enervante prohibido.

Yo no la consumo, pero celebro que ahora sea el primero al que —aunque sea parcialmente— se le retira la prohibición.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses