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Hace 21 años, en 1995, entré por primera vez a la hemeroteca de EL UNIVERSAL. Había oído decir que lo triste del periodismo es que las noticias de la mañana son empleadas en la tarde para limpiar vidrios o envolver filetes. Ahora tenía enfrente, en gruesos volúmenes empastados en Keratol, millones de noticias que no habían sido empleadas para envolver filetes y que narraban, en cambio, ocho décadas de la vida de México.
Aquella mañana había llegado a la redacción a la hora en que timbran teléfonos que nadie atiende y un empleado de bata azul prepara el escenario del día, puliendo las losetas con un trapeador afelpado. Entré en la hemeroteca a buscar no sé qué noticia del pasado.
Me envolvió la fascinación del tiempo. Solo sé que las horas volaron y que lo que llamamos “sentido del tiempo” se evaporó. Regresé a la realidad cuando en Bucareli caía la noche: me sentí como un arqueólogo que saliera de una cueva en la que en mil años no hubiese entrado la luz. De una forma extraña y nueva, aquella experiencia me sacudió. Supe que tenía entre las manos un tesoro, que había descubierto un mundo. Era como si al volver las páginas, amarillentas y desgastadas, un conjunto de voces antiguas, muy antiguas, agitaran el aire.
En los días posteriores a aquel descubrimiento, cambié citas, ajusté horarios, cancelé comidas para pasar más tiempo en la hemeroteca.
Vi una noticia sobre el incendio del Parque Asturias y otra sobre un combate de Kid Azteca. Hallé titulares sobre el terremoto de 1962, la epidemia de influenza de 1918, el suicidio de Miroslava, el primer partido del Atlante y la llegada al cuadrilátero de un luchador misterioso, El Santo.
Leí sobre el incendio de La Sirena y de la inauguración de todo: lo que gusten y manden: Bellas Artes, la Torre Latino, el Metro, el Viaducto, el Periférico y el Circuito Interior.
Abría tomos al azar y las cosas caían. Llegaban como hojas arrastradas por el viento --y solo había que recogerlas: “Trotsky murió ayer a las 7:25 de la noche”, “El cadáver del señor Carranza llega a las 7”, “Los funerales de Amado Nervo”, “Protestó el presidente Obregón”, “Expropiación de la industria petrolera”, “Trágica muerte de Pedro Infante”, “La Luna fue conquistada”, “Contaminación, uno de los graves problemas que padece la ciudad de México”, “Asesinan en Tijuana, de dos disparos, a Luis Donaldo Colosio”.
Todo estaba contado. De todo había un registro. Un día solicité el primer ejemplar del periódico —1º de octubre de 1916— y leí encantado una larga serie de primeras cosas. Las he contado en otro texto, pero las resumo aquí: la primera nota emanada de la fuente presidencial (una visita de Carranza al convento de La Merced para supervisar trabajos de restauración), el primer caso de nota roja (el suicidio de la señorita Carmen Núñez en el número 87 del Factor, hoy Allende), la primera nota de sociales (el matrimonio civil del señor don José Dingwal Pacheco, “con la bella y distinguida señorita Guadalupe Castillo”), y el primer Aviso Oportuno:
“DESPACHO tres piezas grandes, dos vista avenida San Francisco, poca renta, permutamos por despacho dos piezas bien situado. Gante 1 despacho 3.
MATRIMONIO solicita ama de llaves honrada, agraciada, buena casa, alimentos y sueldo. 3ª de Milán 14.
SOLICITO negocios difíciles. Lic. Gómez Farías, 4ª Donceles 106”.
En ese tiempo, la hemeroteca fue una especie de universidad en la que se podía aprender que lo mejor en la historia del periodismo mexicano ha sido siempre su vocación narrativa.
Esa hemeroteca era una máquina que permitía viajar en el tiempo para caminar otras calles, mirar otros rostros, oír otras palabras. En sus anaqueles había ochenta años de historia narrada diariamente.
Ahora, esa hemeroteca ha completado un siglo: no todas las noticias son para envolver filetes.
Y perdón que insista en lo del siglo, pero Rafael Solana decía que los periodistas tenemos el vicio de querer a los periódicos en los que escribimos.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com