En días recientes se sucedieron dos retornos (más) del imperio azteca. La primera fue provocada por un funcionario de la televisión española que acometió la apretada síntesis y propuso una equivalencia entre el imperio azteca y los nazis. La repulsa ante lo que se consideró un agravio fue instantánea y más o menos generalizada.

La segunda aparición fue el desenterramiento, en una casa detrás de la catedral de la Ciudad de México, de los vestigios del juego de pelota de Tenochtitlan y de su zompantli, esos edificios rituales, dedicados a un dios sanguinolento, que tienen la peculiaridad de emplear cráneos humanos como material de construcción. La exhibición de cráneos prehispánicos ante la tele y la prensa, en estos días aciagos, dio la sensación de que entre una fosa clandestina y un hallazgo arqueológico la única diferencia es el número de siglos.

Sobre lo primero es inevitable observar que la afrenta fue tanto a los aztecas imperiales como a la corrección política. Los aztecas no se distinguían, digamos, por practicar excesivamente el amor al prójimo y menos aún a los prójimos que cometieron el error de no ser aztecas, de nacer entre las tribus enemigas de su periferia; tribus “diferentes” que, desde el punto de vista imperial, servían nomás como proveedoras de esclavos, o de bienes de consumo, o de proteína, o de materia prima humana para las “guerras floridas”, ese oximoron sólo superado por la bomba decoradora de interiores.

Sobre lo segundo… ¿estaremos en el umbral de una nueva resurrección de los ídolos? El lector ilustrado evocará que en 1924, en uno de esos exabruptos de nacionalismo feroz a los que tan dada es la patria, el poeta y periodista José Juan Tablada publicó una novela con ese título ominoso. Los ídolos que resucitaban eran Quetzalcóatl —emblema del espíritu mesoamericano creativo, tolerante y bondadoso— y el desagradable Tezcatlipoca, funeral, destructivo y, para decirlo con terminología científica, muy mal pedo.

Es rica en sorpresas esa novela fundacional, batiburrillo del mestizaje y los sinsabores aledaños, la identidad tembleque, los complejos históricos, la indecisión sobre si amar a la diosa europea o a la diosa mexicana, el arqueólogo estupefacto, el filósofo pasmado, etcétera. La escena central narra la erupción fastuosa de un volcán que, en vez de lava, escupe un chapopote muy simbólico. En medio de ese atascadero, sazonado con terremotos y eclipses y todo, el cráter escupe de pronto al descomunal monolito de Tezcatlipoca que agarra y revive y decide liberar a México y todo eso.

Es una novela difunta, pues logró excluirse del canon, y a la vez fundacional, en tanto que fertilizó La serpiente emplumada, de D.H. Lawrence (1926), que pudo leerla cuando llegó a México, y en la que también hay pugna entre diosa foránea y aborigen, también hay arqueólogo estupefacto y también los dioses aztecas resurreccionan, no eyaculados por un volcán sino escupidos por un lago que se llama “Sayula”. Una campesina que testifica el hecho corre aterrada por el pueblo gritando “The gods are returning to Mexico!”. Pobre campesina. Por si fuera poco, los dioses además reencarnan en un general mandón y en un historiador que funda el movimiento regenerador “quetzalcoatlista”. Pobres mexicanos.

La nostalgia de los dioses arcaicos, desde luego, es otra imposición de la cultura europea blanca, patriarcal, cristiana y falocrática y decadente de la que van a regenerarnos Quetzalcóatl y Huitzilopochtli nomás que acaben de resucitar. Famosamente, en 1850 o por ahí, en “Los dioses exiliados” Heinrich Heine resucitó, si no a los viejos dioses mediterráneos, sí a la nostalgia de ellos, de sus virtudes y aún de sus defectos. Y luego vendría Wagner que haría lo propio con los dioses germánicos. Y así hasta llegar a Carlos Fuentes con La región más transparente con su laberíntico y solitario Ixca Cienfuegos. Y no deja de ser gracioso que las películas de moda, según entiendo, reviven a una doña Momia y a una doña Diana Wonder Woman…

Sería genial que en México pudiésemos hacer de la Coatlicue la heroína de una de esas películas trepidantes con volcanes y explosiones. Una Coatlicue IMAX. Nos levantaría mucho el ánimo. Se vería bastante bien, surcando los aires a pesar de su obvia carencia de aerodinamismo, echándole serpientes y cráneos a los malos antiaztecas, como brazo armado de un Dios superior, providente, paternal y pacífico, sentado en un trono de pedernal, al que todos manifestaríamos nuestro patriotismo eterno.

Soñar no cuesta. (Vivir sí.)

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