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Como es sabido Sergio González Rodríguez murió. Como es sabido uno nunca se muere solo. Si así fuera, la muerte sería justa y precisa y no causaría tantas penas. La muerte de un amigo toma algo de ti que no te devolverá. Una porción del alma se torna más sombría y un peso inesperado comienza a habitar los huesos. Y así vive uno hasta que la costumbre se hace vieja e incluso dejas de reconocer tu ropa, olvidas el color de los calcetines y cualquier camisa que cubra el torso es suficiente para transitar el día. Y después te mueres tú, y otros comienzan a morirse contigo. Es una cadena de ausencias infinitas y de espacios vacíos entre la materia. Desde la muerte de mis padres no había vuelto a experimentar esa orfandad miserable cuya obviedad y tosquedad ofende a quien a veces sonríe pleno de ingenuidad. Ahora que Sergio ha muerto, además de sentirme profundamente abatido, he perdido una voz que reclamaba mi atención, amenguaba mi soledad y que incluso, hecho impensable para mí, me hacía valorar la grave eficacia de la autoridad en un sentido estricto: la autoridad del sabio. He perdido a un interlocutor y a un dialogante.
Desde aquella primera vez que Sergio estuvo en mi casa en 1995 y me obsequió su libro El centauro en el paisaje (1992) hasta la última vez que nos sentamos alrededor de una mesa hace apenas unas semanas, trabamos una amistad difícil de quebrantar pese a nuestro temperamento y efímeras discrepancias. Poseía la virtud de la elocuencia, pero no de la vacuidad. Guardaba en su memoria una miríada de micro historias que enlazaba a placer y siempre atinadamente. Nunca lo escuché titubear en público, por lo cual deduzco que debió ser un hombre que sufría mucho. No cualquiera es capaz de someterse a una disciplina de esa magnitud y mecánica crítica e intelectual. Recuerdo cierta noche en una librería en Lille, Francia, cuando después de nuestras sendas intervenciones un joven me increpó y me reprochó mis posturas políticas o literarias, como si en realidad tuviera algunas. Entonces Sergio tomó el micrófono y armado de un tono enérgico, pero bien plantado y contundente le hizo al joven una especie de resumen de mi actitud literaria y de lo que había sido mi vida de editor en el mundo subterráneo o en los bajos fondos. Lo que me sorprendió en dicha ocasión, más que la interpelación del joven aquel, fue el hecho de que alguien, Sergio, pudiera dibujarme o bosquejarme de forma tan precisa y clara. Agradecí mucho su defensa no solicitada, pero al mismo tiempo me intimidó el conocimiento que tenía de mis aficiones estéticas y de lo que yo pedantemente solía llamar “mis ideas”.
No hace mas de dos años Sergio y yo ofrecimos una charla en Buenos Aires, Argentina, acompañados por Enrique Serna; y al finalizar el compromiso aquel, Sergio se acercó y me dijo en ese tono siempre conspirador y cómplice: “Hacía mucho tiempo que no me tocaba un público tan pusilánime. Las cosas van para peor.” Coincidimos en la flaccidez de nuestro querido público y nos fuimos a tomar unos tragos a un bar de la calle Independencia. Quiero añadir que esta no es una nota de despedida, sino un intento porque Sergio no se marche tan rápido, a ese paso nervioso y veloz que lo caracterizaba. Desconocía la quietud y la tranquilidad: pensaba cuando caminaba y cualquier destino le parecía nimio; sus apuntes resultaban un misterio para los ojos de un extraño, pero en sus trazos lograba plasmar la estrategia de un devenir del entendimiento y de la observación. Su cultura se mostraba vasta y heterogénea, abierta y cercada de dimensiones imposibles. Era un hombre belicoso y amaba la justicia. Debido a ello dedicó buena parte de su tiempo a la crónica de la masacre contemporánea. Su rebeldía me contagiaba y entre ambos llevábamos a cabo la crítica de lo inmundo y de la corrupción y criminalidad latente en nuestro país. La crítica, no el trasiego de menudencias y la faramalla retórica al que nos tienen acostumbrados los medios. Su generosidad resultaba apabullante, ofrecía su conocimiento y todo lo que pasaba por sus manos: permitir la circulación de los bienes le proporcionó una libertad envidiable. No acumuló riquezas ni poder; detestaba a los poderosos y, en cambio, experimentaba una sentida debilidad por los proyectos independientes o condenados al desvarío. No los colmaré con el relato de nuestras vivencias, que fueron muchas, pero no quisiera dejar de rememorar aquella noche, casi madrugada, en la que mientras yo paseaba algo distraído Sergio apareció de las penumbras del Parque México y me dio un largo abrazo sin aparente motivo, el sello de una amistad y el encuentro de dos soledades interiores. Yo veía en él la curiosidad de un Walter Benjamin y también la rebeldía de ese joven que, con el nombre de Sergio Acuario le daba vida a la banda de rock Enigma en los años setenta. Sergio se está yendo a paso febril y se impone el deber de seguir su ritmo. Es posible que ninguna otra presencia me hiciera sentir tan seguro y confortable: apenas descubría su silueta algo de mi habitual angustia se disipaba. No quiero que muera; mas tal parece que ya es un hecho y que la intemperie intelectual que debemos sufrir sin hombres de su rango nos hace más desvalidos. Una pregunta cae en la acera delante de mis zapatos: “¿qué sentido tiene continuar creando ficciones, ensayos, relatos si las personas que más admiras ya no están?” Uno necesita de su asentimiento y valoración, de su comprensión crítica y de su estímulo, de lo contrario uno escribe y crea llevado por la arrogancia del individuo que cree saberlo todo.
Me detengo ahora pues sé que las emociones honradas y desnudas causan por lo regular mala literatura. Nos veremos pronto para reanudar la charla, mi querido Sergio.