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Toda denuncia entraña una buena dosis de optimismo. Revelar lo grotesco, lo abominable, lo frívolo, lo penoso, lo bárbaro, lo ilegal, sólo puede tener razón de ser si pensamos que los demás comparten una escala de valores que ubica los comportamientos denunciados en el ámbito de lo inaceptable. Por ejemplo: que respetar la ley es importante. O que robarse dinero público es escandaloso. Que alardear con el poder es ridículo, penoso o reprobable. Que la incompetencia debe ser castigada.
Cada denuncia imagina una audiencia y que entre quienes escuchan hay alguien con la capacidad de enmendar el entuerto. Puede ser, casi siempre debería ser la autoridad, la que a través de sus instituciones reaccione y haga respetar los valores comunes convertidos en leyes. Queda la esperanza de que la sociedad toda se horrorice al descubrir la fechoría en cuestión y con la fuerza que conlleva su rechazo avergüence a los perpetradores y restablezca un mínimo de justicia.
El problema viene cuando las denuncias se acumulan y nada pasa. Cuando periodistas y organizaciones independientes recorren una y otra vez la geografía del país señalando corruptelas de presidentes municipales y gobernadores y nada ocurre. Cuando quedan en evidencia una y otra vez los grandes márgenes de discrecionalidad con que se maneja el dinero público en lo local y nada se hace para remediarlo. Cuando se retratan, como ahora en este periódico, grandes obras costosas e inconclusas de gobiernos pasados y no se puede rematar el texto con los nombres de los responsables y sus castigos porque nunca rindieron cuentas. Cuando se repiten las imágenes de enfermos tirados en el suelo, de farmacias sin medicamentos, de aparatos médicos descompuestos en los hospitales públicos de Tabasco, Veracruz, Chiapas, Sonora, sin que el horror que revelan provoque acciones y mejorías. Cuando quedan exhibidos funcionarios públicos por incompetencias mayores, como la fuga del Chapo, o por su voracidad (¿cuántos gobernadores salen dejando quebradas las finanzas de sus estados?) y no pasa ni les pasa nada. Cuando vemos que la violencia, o las violencias, arrasan a Guerrero y la única propuesta del gobernador en turno es que se legalice la heroína.
Me pregunto si la repetición de las denuncias sin que se produzca el resultado esperado debilita el hecho mismo de denunciar o a los que deberían resolverlo, y me temo que es lo primero. Cuántas veces se pueden retratar hospitales destartalados y pacientes desesperados sin que la repetición provoque anestesia o fastidio en quien lo ve. Cuántas veces se pueden denunciar robos y corruptelas, sin que nadie pague por ello, sin que esto acabe por minar la credibilidad de todo el sistema.
Ojalá el gobierno no esté apostando al cansancio como algunos afirman: eso de que cada fechoría, tragedia o demostración de flagrante incompetencia pasará al olvido y será borrada por la siguiente por lo que es mejor, desde su punto de vista, no hacer nada, simplemente dejar que las denuncias pierdan su efecto por acumulación y falta de respuesta. Y digo ojalá porque es apostar a que se pierda esa dosis de optimismo que late detrás de cada denuncia y que sigue imaginando que existen instituciones capaces de remediar los males y una sociedad capaz de empujar cambios en la buena dirección. Sin eso, no quedará ya nada capaz de oponer resistencia a cualquier ocurrencia o desvarío grandilocuente. Lo paradójico es que quienes dicen tenerle miedo al populismo, cada día le echan agua a esa maceta.