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En febrero de este año un alto funcionario del gobierno de Enrique Peña Nieto me dijo que la única ventaja de la situación tan adversa por la que atravesaba el gobierno a raíz de la tragedia de Iguala y del escándalo de la Casa Blanca es que las cosas ya no se podían poner peor. Habían tocado fondo y les quedaba tiempo por delante para remontar.
Hoy sabemos que no fue así, faltaba todavía que se les escapara El Chapo.
Entiendo ahora que esa interpretación de los hechos, compartida por muchos del circulo íntimo del presidente, tuvo consecuencias. ¿Qué prisa puede haber por cambiar el equipo o las prioridades si ya nada malo puede ocurrir? ¿Por qué la urgencia si no hay miedo de seguir cayendo? Y si a esto se le agrega esa otra excluyente de responsabilidad que también circulaba por los círculos de poder, según la cual Peña Nieto era víctima de la mala suerte como en su momento había sido el beneficiario de una muy buena suerte —la disposición de los partidos de oposición para firmar con el nuevo gobierno un pacto, la ausencia de López Obrador en los días más álgidos de la discusión sobre la reforma energética—, se entiende el inmovilismo.
El presidente no hizo cambios en el gabinete y no cambió sus prioridades. No aprovechó las crisis para revisar el desempeño de su equipo ni rectificó su complaciente posición respecto a la corrupción. Demostró así que no era sólo su equipo, él tampoco vio en esas crisis la prueba de que algo en su gobierno iba mal.
Iguala sin embargo debió haber prendido todos los focos rojos: no sólo revelaba la debilidad de las instituciones en Guerrero, sino la pésima información que le estaba llegando. ¿Por qué si dos miembros de su gabinete fueron avisados de la cercanía que existía entre un presidente municipal y un grupo criminal no se hizo nada? ¿Por qué no hubo quién informara que desaparecía gente en los retenes de Iguala? ¿Por qué le creyeron al gobernador Aguirre los primeros días cuando les dijo que los estudiantes de Ayotzinapa estaban escondidos y no desaparecidos? ¿Qué no contaban con fuentes de información propias e independientes? Y ¿por qué nadie anticipó ni advirtió que se desataría una crisis mayor cuando se descubriera que la casa del presidente estaba a nombre de un contratista?
Todo siguió igual. Un pasmo que inmortalizó la frase de The Economist: “No entienden que no entienden”.
La consecuencia es no haber frenado la caída. Porque la fuga de El Chapo es producto de lo mismo: de la ineficiencia y la corrupción. De inicio, una mala valoración: pensar que las instituciones penitenciarias mexicanas sí podían garantizar que El Chapo no se fugara. Después, incapacidad para rectificar a tiempo y extraditarlo a Estados Unidos cuando se supo que había vulnerado la seguridad de la cárcel al lograr que una mujer entrara con papeles falsos. Y una reacción tardía ante la fuga: tres horas tardaron en tocar las puertas de las casas cercanas al penal los policías que lo buscaban. Y otra vez un liderazgo ausente: la decisión del presidente de no volver al país, sino seguir en Francia recibiendo medallas de La Sorbona en las horas cruciales de la búsqueda.
Sigue sin sentirse la urgencia de actuar. Y esto a pesar de que es directamente la palabra del presidente la que queda en entredicho y su capacidad de que se haga lo que ordena la que está en duda.
No es mala suerte y sigue pudiendo ponerse peor.