Pasan los días después de la victoria de Trump y estoy entre quienes buscamos una explicación capaz de conciliar alguna razón suficiente con nuestras atormentadas emociones. Antes que nada, el sistema electoral indirecto de los vecinos, basado en la buena voluntad, no sólo es anacrónico sino rudimentario. Se presta a toda clase de abusos, electrónicos y manuales, como pasó en el 2000 y como, según algunos demócratas, ocurrió el pasado 8 de noviembre. El blindaje electoral mexicano es de primer mundo; el estadounidense prácticamente no existe.
Empiezo por los malos de la película, los vencedores. De creerles, resulta que si los republicanos disidentes que sostenían al estrambótico Trump eran un caos, no lo era su equipo informático. A mediados de octubre, detectaron que si todos los modelos de encuesta daban la victoria a Clinton, era probable que el problema estuviera en el modelo compartido por los burros y los elefantes. Utilizaron otro que buscaba votos republicanos en aquellos estados donde ella tenía ventajas ligeras y reversibles. Antepusieron, confiesan, su propio wishful thinking al de sus rivales. Ganaron.
La discusión de los demócratas sobre quiénes fueron los votantes de Trump enfrenta, me parece, dos visiones contrapuestas aunque no irreconciliables. Una es moral y volutiva; la otra, económica y determinista.
La primera afirma que los votantes de Trump son deplorables, gente de escasa educación que vota contra sus propios intereses, llena de odio por el Otro, enferma de las peores patologías del ser humano. Quienes votaron por Trump, según esta versión, habrían entregado a sus vecinos a la policía estalinista para conducirlos al Gulag o denunciado a los judíos poniéndolos camino de Auschwitz. Son los que para abrir boca aplaudirán los linchamientos de mexicanos y musulmanes. Seguirán con los judíos, los negros y las mujeres independientes. Esta versión la hubiera sostenido H. L. Mencken, el gran crítico de Baltimore, especialista en elecciones, autor de la célebre frase alusiva a la inocentada de sobrestimar la imbecilidad del pueblo de Estados Unidos.
La segunda versión es la sostenida por las izquierdas, cuyo remoto dogma fundacional es la bondad, corrompida por la injusticia social, del ser humano. Según ellos se trató de un voto de castigo contra la globalización, tal como lo piensan Trump y Bernie Sanders, su equivalente socialdemócrata. El cinturón industrial, afirman, se ha vaciado, pues es más barato maquilar en México; la desigualdad es la mayor que ha habido en la historia, dicen los letrados lectores de Piketty; Obama, policía bueno de Wall Street le iba a dejar la estafeta a Hillary, policía mala al servicio de quienes provocaron la crisis de 2008. La responsabilidad, dicen, la tiene el capitalismo arreglándoselas, como siempre, para posponer su propio fin.
El problema de la primera versión es estadístico. De ser la gente tan mala, el infierno estaría sobrepoblado pero todos los hijos de vecino, por serlo, sabemos que la mayoría de nuestros conciudadanos pueden ser al mismo tiempo individuos ignorantes y buenas personas, pues el mal absoluto es potestad de pocas entre las criaturas y sólo suele manifestarse durante las guerras.
La segunda versión tropieza con la realidad: siempre ha habido clase media baja o baja a secas (léase el deslumbrante clásico de James Agee y Walker Evans o la más reciente White Trash, de Isenberg) en Estados Unidos, cuyo índice de desempleo era en junio pasado del 4.9%. Esta versión economicista postula una vez más la tesis de los años sesenta de que cada gran potencia vive de expoliar a los países débiles y alimenta con migajas a su Tercer Mundo interno. Alejándose de las costas, Estados Unidos sería un erial lumpenproletario, lo cual es falso. Finalmente, la izquierda oculta —como Trump— que la globalización tiene perdedores y ganadores entre las clases medias. De estos últimos no conviene hablar. En cualquier caso tan sólo las amenazas de Trump son un peligro para México. Esta vez debemos creer que las cumplirá. Por desgracia no tenemos una clase política a la altura del desafío. Tampoco una clase intelectual: casi todos nos equivocamos sumando ilusamente el margen de error de las encuestas a la cuenta de Hillary Clinton.