Tras diecisiete años Joaquín López–Dóriga (1947) dejó la conducción del noticiero más visto de la televisión mexicana en manos de Denise Maerker (1965). El cambio no es baladí. Esa posición es acaso la más visible, por encima de la del Presidente de la república, para millones y millones de ciudadanos, los más pobres, cuyo principal acceso al mundo ocurre en ese horario. Se imponía un cambio en la manera de informar: el programa nocturno de López–Dóriga reproducía muchos de los anacronismos de la televisión mundial. Hasta tres veces se repetía una misma noticia: en un resumen inicial se alertaba al público de las inundaciones estacionales y las desgracias que provocaban en algún estado de la República. Después, tras la pausa comercial, aparecía en pantalla López–Dóriga hablando de lo mismo y en un tercer episodio, la imagen viajaba hasta el lugar de los hechos, donde una reportera o reportero, con las aguas caudalosas a sus espaldas, repetía lo que ya se sabía desde hacía diez minutos para regresarle la señal al conductor.

De esa pérdida sistemática del tiempo, fatal para la calidad, de por sí escasa, de la información, debe ser consciente Maerker. Se ha repetido cansinamente que en el siglo XXI, cada día son más las personas para quienes no es necesario esperar hasta las diez de la noche para informarse. Tienen, en su teléfono inteligente, la oportunidad de hacerlo decenas de veces a lo largo del día. Por ello, a Maerker no le queda sino insistir y perfeccionar lo que sabe hacer: periodismo de investigación que, más que dar noticias, debe averiguar las causas por las cuales se verifican los hechos y hacer del reportaje, en un país donde la justicia es casi siempre omisa, la principal forma de denunciar crímenes y arbitrariedades.

Con los años, debe decirse, López–Dóriga dejó de ser ese “soldado del PRI”, como se definió el principal de los Azcárraga, para, a través de las emisiones de Tercer Grado —donde discutían los periodistas cercanos a Televisa— moverse hacia un espacio que, con buena fe, puede ser calificado de liberal. Si se le concede el beneficio de la metamorfosis ideológica al veterano Zabludovsky, uno de sus predecesores en el puesto y hoy día, escoradísimo a la izquierda, como dirían los españoles, no veo por qué deba negársele a López–Dóriga, esa transformación en un país donde todavía hace poco más de lustro, al fallecer Monsiváis, a los reporteros de la TV les daba miedo pronunciar la palabra “homosexual” aunque el féretro del cronista estuviese custodiado, en Bellas Artes, por las banderas del arco iris.

Es frecuente, durante las transiciones hacia la democracia de los regímenes autoritarios, que los llamados “comunicadores” sean quienes primero recojan los sentimientos de la llamada “audiencia” y en ello López–Dóriga actúo en consecuencia para hacerse menos odioso para esa tercera parte del electorado que vota por la izquierda y abomina, por buenas y malas razones, de Televisa. En otras ocasiones se comportó como un rector severísimo de la vox populi, como cuando increpó al recién excarcelado Raúl Salinas de Gortari, quien hubo de reconocerse seducido por los demonios del poder frente a millones o al regañar, como si de un niño se tratara, a un balbuceante Javier Aguirre, técnico nacional quien, por mala onda o mala suerte, pateó a un jugador panameño en un partido de 2009. Los tiempos han cambiado y Denise Maerker, persona de dicción impecable y buena formación académica, tendrá que demostrar, cada noche, la firmeza de su compromiso con el periodismo de investigación como paliativo contra la impunidad.

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