No, la historia no se terminó con la caída del muro de Berlín. Y aunque lo que Fukuyama dijo fue que la democracia liberal había triunfado al fin, esto último tampoco parece ser del todo cierto. Los tres primeros lustros del siglo XXI presentan novedades inauditas de profetizar hasta hace poco: asistir a la probable desintegración de los reinos de España y de la Gran Bretaña o instalarse, en un mapa colonial mal diseñado, a un cruento califato islámico.

Pero no sólo han vuelto, furiosos, los nacionalismos de toda índole, desde el de los señoritos catalanes al de la extrema derecha en Estados Unidos, sino otros fanatismos anteriores a 1989, deseosos, como dicen sus ideólogos, de una nueva oportunidad para imponer la felicidad absoluta, a la norcoreana, si bien nos va. Han modernizado su lenguaje, pero no sus propósitos ni sus métodos. Algunos tienen la honradez de llamarse “anticapitalistas”, otros tratan de ponerse o de quitarse la noble careta socialdemócrata.

A no pocos amigos míos les parece de mal gusto, políticamente incorrecto, llamar neo o postcomunista al español Iglesias, expresión propia de un anticuado soldadito de la Guerra Fría pero a ninguno de ellos les molesta, en cambio, calificar de fascista a Donald Trump. Ocurre que la escena de los soldados soviéticos poniendo la bandera de la hoz y el martillo sobre las ruinas del Reichstag es más poderosa que el Gulag, el otro holocausto a donde nunca llegaron los fotógrafos occidentales.

Lamento el anacronismo: tan evidente es que Stalin le ganó la batalla a Hitler que 70 años después no faltan los revisionistas afirmando que la historia de la Segunda Guerra Mundial debe reescribirse en otra clave, la de una batalla entre los totalitarismos nazi y soviético, estos últimos respaldados por la inocencia o por la buena voluntad de los anglosajones. En el mundo impredecible del nuevo siglo, permanecen vivos, aunque mutantes, esos monstruos. La democracia liberal, empero, es más fuerte hoy día que en aquellos años, pese a sus grotescos autogoles, como el recurso al referéndum, dulce ponzoñoso tomado del menú totalitario o su coqueteo con la llamada “democracia directa”, acaso muy simpática, pero enemiga del poder representativo, cuya crisis se acerca a su cénit.

El Brexit patentiza cómo una pandilla de demagogos y mentirosos puede poner en ridículo, ya se ha dicho, a la democracia más vieja de la tierra, apelando a la opinión de una ciudadanía a quienes las encuestas, ese maná de los políticos cobardes, le han dado un poder peligroso, injustificable e inmerecido. Los nuevos fascistas, en Inglaterra y en Francia, han moderado sus modales: no así Trump, para nuestra desgracia. Y la “nueva” izquierda, para hablar sólo del caso peninsular, de nueva tiene poco. Podemos y su sopa de letras se propuso, nacidos del 15–M, ser un movimiento transversal para “superar” la dicotomía izquierda/derecha. Pero lo de la “transversalidad” es tan viejo como los congresos de la Internacional Comunista.

Este burro vuelve al trigo. Desde la muerte de Lenin, los comunistas alternaron dos tácticas: o el vertical “frente contra frente”, el proletariado contra la burguesía, que aupó al poder a Hitler o los frentes populares, movimientos horizontales y pluriclasistas. Tan transversal se volvió el Partido Comunista de Estados Unidos que se autodisolvió en nombre de la Paz Eterna, delirante ante la entente entre Stalin y Roosevelt, quienes en Yalta se burlaban del aristocrático Churchill. La Guerra Fría volvió a poner las cosas en su lugar.

Los admiradores de Pablo Iglesias, educados por el chavismo (a su vez una versión caribeña del Fascio), admiran en su ególatra jefe, lo que tiene de Lenin. Atinan: como el bolchevique, es astuto pero no valiente y sabrá esperar su oportunidad. Los fantasmas del siglo pasado andan sueltos, trasvestidos. Estamos condenados al “pasado presente”, como se tituló aquella novela de Juan García Ponce.

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