El caso ya le dio la vuelta al mundo y es del conocimiento de los interesados. Un escritor argentino, Pablo Katchadjian (1977), ha sido demandado por María Kodama, la heredera universal de los derechos de Borges por haber “intervenido” uno de los más célebres cuentos de quien fuera su esposo, “El Aleph” (1949). Se acusa a Katchadjian de haber reproducido sin permiso, imprimiéndolo en una modesta edición de 200 ejemplares en 2009, el cuento completo (y con una errata). Plagio no es, pues Katchadjian, desde el título y en una posdata, aclara que le agregó unas 5 mil palabras al original de Borges. Se trata de reproducción ilegal de material ajeno, lo cual ha atizado la polémica de hasta qué punto es intocable la propiedad intelectual.
Los defensores de Katchadjian son legión, desde su abogado, Ricardo Strafacce, el respetado biógrafo de Oswaldo Lamborghini, hasta César Aira (quien festeja el ánimo experimental del acusado quien también ha jugado con el Martín Fierro, ordenando alfabéticamente los versos, con resultados maravillosos, según la autorizada opinión de Aira), pasando por el mexicano Luigi Amara, quien nos recuerda que al dibujarle bigotes y barba de mosquetero a la Gioconda, Marcel Duchamp no le quitó nada al cuadro de Da Vinci, que está a disposición de los turistas japoneses en el Louvre (hará un par de años que, milagrosamente, buscando la sección neoclásica del museo, que es lo mío, me topé, ¡solo!, con el rostro de la celebérrima señora resguardada por un cristal antibalas semejante al del papamóvil de Wojtyla). De igual forma, cualquiera puede leer “El Aleph” original, bajándolo de internet (no sé si sea legal hacerlo), en una biblioteca o acudiendo a comprarlo en una librería de prestigio, como se decía antes.
Sola, muy sola, se ha quedado la viuda Kodama, acusada de ser, como Salvador Dalí en el anagrama que Breton le espetó al pintor, otra “Ávida Dollars”, quien además de ser insaciable en su afán crematístico, es antiborgesiana (que no borgiana, pues Georgie era Borges, no Borgia), al no entender que el autor de “Pierre Menard, autor del Quijote”, hubiera aplaudido la iconoclastia adiposa de Katchadjian. Yo no me voy a sumar al linchamiento de María Kodama. La señora ha ejercido, acaso con exceso de celo, los derechos que las leyes de la propiedad intelectual le otorgan y si esas leyes han de ser cambiadas o extintas (como lo demandan quienes militan en los partidos piratas), es cosa de los congresos nacionales y las convenciones internacionales. Ella ha sido, a veces, exagerada al emitir opiniones literarias improcedentes como en el caso del Borges (2006), de Adolfo Bioy Casares, en mi opinión, uno de los grandes libros de la literatura hispanoamericana de todos los tiempos y en la de ella, un bodrio (ése sí muy gordo) de desmesuras y falsedades puestas en boca de Borges por quien fuera su mejor amigo. Alguna culpa en el entuerto la tiene Daniel Martino, el compilador de ese Borges, quien se ha ahorrado, hasta donde yo sé, la explicación no sólo anecdótica sino filológica de cómo Bioy Casares compuso ese libro, lo cual se presta a suspicacias. Pero ésa es otra historia.
Enterado del escándalo, pagué nueve dólares y descargué “El Aleph engordado”. La noche previa, releí, con cariño inalterable, el cuento de Borges y a la mañana siguiente, comparé. Adelanto mi conclusión: nadie debe irse a la cárcel por una tontería como la perpetrada por Katchadjian, aunque el abogado de la Kodama, ante la indignación internacional, ya le bajó el perfil a su caso y dijo que la mayor pena para el acusado, con el juicio ya en tercera instancia, sería hacer trabajos sociales (¿lo mandarán a un liceo del Gran Buenos Aires a escribir en una pizarrón 9 mil veces “El Aleph”, “El Aleph”, “El Aleph”..?).
Nadie que ame a la literatura puede estar en contra de la “literatura experimental” pues toda ésta lo es cuando nace un género. Debió serlo la Odisea, al menos cuando alguien la leyó impresa por primera vez, como lo fueron el Quijote, el Ulises, El museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, para no hablar de la gran poesía posterior a 1910. Pero “El Aleph engordado” es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando una persona de poco talento incurre en el academicismo –porque ése es el destino fatal de toda innovación– al “intervenir” una obra e imita, cansino, prácticas con medio siglo de existencia (el Taller de Literatura Potencial, de Raymond Queneau, fue fundado en 1960 y el Colegio de Patafísica, antes).
Pese a la jactancia de Katchadjian, quien en su posdata justificatoria se atreve a decir que “los mejores momentos” de su propio texto, “son esos en los que no se puede saber con certeza qué es de quién” o sea un inmodesto “yo también puedo ser Borges”, lamento arruinarle la fiesta con mi remota decepción. Su torpe mano es perceptible para cualquier buen lector de Borges y los párrafos injertados por él son parodias cursilonas, consignas al estilo de Eduardo Galeano, romanticismo barato en torno al personaje de Beatriz Viterbo, diálogos vulgares impensables en la prosa borgesiana. Ocurre que atrás del megavanguardista se oculta una conservadora institutriz antañona pues pareciese que Katchadjian piensa que algunos lectores poco instruidos de “El Aleph” no entienden su subjetividad, sus retruécanos maliciosos, su ironía libresca. Compadecido decidió “engordar” el cuento para hacerlo explícito y comprensible e hizo del “El Aleph” un relato no sólo didáctico sino palabrero que nada le quita y mucho menos le agrega al original borgesiano. Confío en que Pablo Katchadjian sea exonerado por la justicia y dé clases de intertextualidad y pospoesía en alguna universidad gringa. Ofertas no le faltarán. En cuanto a “El Aleph”, de Borges, sigue allí, incólume, enceguecedor.
* En la foto: Pablo Katchadjian (derecha), autor de “El aleph engordado”, junto al escritor César Aira, durante un acto en su apoyo realizado el viernes en la Biblioteca Nacional de Argentina, en Buenos Aires