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Hace un par de semanas, dos críticos, Geney Beltrán y Jorge Téllez (éste en un blog patrocinado por Letras Libres), discutieron sobre por qué se extinguen, aquí y allá, las reseñas literarias. Pues porque llevamos ya un rato, digo yo, inmersos en un nuevo ciclo, de duración imprevisible, donde la prensa escrita se muda a la red y los periódicos, para sobrevivir en papel, prescinden de sus páginas culturales y de sus críticos literarios. ¿Por qué prescinden de la crítica y no de otras ofertas? Porque al ciclo lo caracteriza, también, el descrédito del libro impreso como forma de prestigio social, descrédito paradójico pues nunca se habían editado tantos libros en la historia de la humanidad mientras el ebook avanza con una timidez inconcebible hace un lustro. Creo en los ciclos, no en la decadencia.
En la mayoría de los grandes diarios han desaparecido los suplementos culturales pero persisten y gozan de cabal salud las publicaciones especializadas en inglés, francés, español y en otras lenguas. Pero todo indica que los amantes de la lectura morosa y placentera, los happy few a los cuales se dirigía Stendhal, volveremos a ser muy pocos, como antes del gran ciclo del libro impreso que duró dos siglos y alcanzó su cénit hacia 1940, se extingue con parsimonia ante nuestros ojos.
Aunado a esto, Beltrán dice que la crítica en México se ha visto emasculada por las becas del Estado. Sí, en efecto, es uno de los efectos indeseables del mecenazgo estatal pero en ésta ocasión no es culpa “de quien lo ataranta sino del indio”: si un joven escritor renuncia a criticar a uno de sus mayores por miedo a perder una beca, que se dedique a componer versos, a redactar novelas o pagar piso con un puesto de jugos en el mercado. Es un cobarde. Y además ignorante: la academia se abre a palos. La crítica requiere temperamento crítico. Por eso, en todas las literaturas, los críticos solemos ser unos cuantos. Muy pocos saben cómo hacer reseñas, dice Téllez, con razón. Pero dudo que aprendan en los paraísos académicos que él presume. Aprenderán escogiendo esa profesión a menudo salvaje y autoritaria que es la crítica, comprometida a alejar al lector del mal gusto, de ciertas teorías literarias, de la basura comercial o nacionalista y ahora, de la aplicación redentora descargada en el teléfono inteligente.
En cuanto al dinero público en la cultura es una discusión sin fin pero basta recorrer el resto del continente y ver el panorama desolador (incluidos los Estados Unidos, donde un escritor que no vende, sin el sostén de alguna universidad, se vuelve un homeless), para darse cuenta que, pese a sus inconvenientes, al llamado Welfare State cultural mexicano hay que cuidarlo. ¿Qué habría sido de Juan Rulfo si pide una beca sólo con dos libros y sin ningún premio internacional? Un mal burócrata lo habría rechazado. Que los creadores juzguen a los creadores es, insisto, la menos mala de las decisiones. Una sola vez he sido jurado de las famosas becas y sentado a la mesa con varios de mis adversarios, imperó la institucionalidad, la proporción y la cortesía.
Cree Téllez que hay más crítica en las opiniones vertidas en los tuits que en las escasas reseñas que nos quedan: un disparo certero de 140 caracteres se acerca, si supera la ocurrencia o el insulto, a otros géneros como el aforismo, el epigrama, la sentencia, el verso o la minificción, no a la crítica, que es ensayo, “creativo” o académico, de largo aliento, aunque no necesariamente extenso. Otras de sus opiniones me preocupan más. El 24 de febrero, aquí, juzgué positivamente Conjunto vacío (2015), de Verónica Gerber y la encontré empática con Stendhal porque, entre otras cosas, ambos autores hicieron del croquis una ayuda para narrar. Lo hice por varias razones: porque me siento obligado a espantar a los agoreros de lo actual que rara vez es lo nuevo, siendo irrelevante si ella conoce o no esas páginas stendhalianas. Porque concibo al crítico como un médium entre los vivos y los muertos. Sí, me concibo así, desde mi covacha. ¿Qué quise “normalizar” a Gerber? ¡Por supuesto! Pretendí stendhalizarla y canonizarla provisionalmente. Mi trabajo es reconocer, registrar y ordenar la tradición literaria. Ver si las novedades lo son en realidad o son vejestorios recalentados. Por lo general, los críticos somos conservadores, en varios de los sentidos de la palabra. ¿Qué hace un Jacques Rivière cuando se le aparece un loco iconoclasta de innegable descaro como Artaud? Lo invita a la NRF.
No soy tan idiota como para creer que Stendhal y Gerber, iguales, hipotéticamente, ante el tribunal del gusto, lo son porque ambos hacen dibujitos. Podría extenderme en la naturaleza stendhaliana de Gerber: su vocación por la mudanza, el desarraigo (una argenmex de segunda generación y un francés medio italiano), la economía verbal ante el fiasco amoroso, el buen humor que rehúye la carcajada o el chistorete pero que falla en lo sentencioso. Y, ¿no fue también Stendhal “un melómano que escribe” como Gerber una “artista visual que escribe”?
Finalmente, le agradezco a Téllez que haya sacado a cuenta mi voluntaria “stendhalización” de Gerber. Es un honor. En 1932, Ermilo Abreu Gómez abogó por la “mexicanización” de nuestra literatura. Hoy, Téllez lo hace algo similar: entuitear a nuestras letras, jibarizar la crítica ante la falta de reseñas. Le contesto arremedando a J Cuesta contra Abreu Gómez: “Por lo que a mí toca, ningún Abreu Gómez logrará que cumpla con el deber patriótico de embrutecerme con las obras representativas” de la crítica mexicana, que a juicio de Téllez, en 2016, deben buscarse en el tuiterío o en los seminarios universitarios. Yo, como Jorge Cuesta, deseo que éstos, los tuits y los papers, duerman a quien no pierde nada con ellos: “yo pierdo La cartuja de Parma y mucho más”. Un libro como Conjunto vacío, por ejemplo.