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La Constitución vigente en México está por cumplir cien años y el que no se le haya permitido hablar fluidamente durante todo este tiempo es, lamentablemente, su principal característica.
Cosío Villegas sostenía, como una de las grandes genialidades de don Porfirio, el haber creado la gran simulación constitucional en la que el país vivió esos años: había elecciones cada seis años, pero casi siempre él resultaba electo; había un Poder Judicial instalado, pero en los casos relevantes para el gobierno, los jueces hacían lo que se les ordenaba; había un Congreso en funciones, pero nadie se atrevía a disentir del dictador. Es decir, a contracorriente de lo que es una Constitución, el texto que contenía a la nuestra, permanecía callado.
Durante gran parte de los cien años que siguieron a la Constitución de 1917, el régimen casi único que gobernó a México la mayor parte del tiempo, emuló la genialidad porfirista y la Constitución habló a través de su gran ventrílocuo: el Presidente. Sólo a partir de lo que él simulaba que la Constitución decía, la narración nacional se estrenaba cada seis años.
La Constitución no intervenía en la dirección del destino del país; es más, de ser necesario, mejor se cambiaba su texto para acomodarlo a los deseos del mandamás. Quinientas reformas en cien años demuestran el menosprecio que, desde el poder, se tuvo por una Constitución a la que la tradición política nacional prefirió silenciar.
Todavía hoy a nuestros funcionarios se les va chueco el solo intento por hablar de derechos humanos y libertades: en un régimen constitucional que se expresa con fluidez, en esa enunciación comienzan los límites al ejercicio del poder. Las inercias históricas son de larga duración y no hemos aprendido a hablar el idioma de los derechos a plenitud.
A finales del siglo XX la situación empezó a cambiar a paso de tortuga, pero fue la pluralidad política presente desde el año 2000, lo que aceleró el descubrimiento de los efectos perniciosos de la Constitución silente.
A punto de cumplirse el centenario, parece que una nueva etapa histórica (¿o histérica?) impulsada por muchos factores, como la necesidad de fortalecer al país y a su Estado de Derecho ante una nueva y hostil realidad proveniente de EU, nos presenta la oportunidad de experimentar las ventajas que genera dejar hablar a la Constitución con fluidez.
Una Constitución que calla no limita el ejercicio de poder y es, por lo mismo, un aliciente para aparentar un Estado de Derecho. Peor aún, un régimen constitucional estancado en su silencio, es la mejor receta para engordar la impunidad. Amordazar a la Constitución nutre abusos de escándalo.
El vacío generado por este silencio, se aprecia en la falta de recursos judiciales efectivos necesarios para defender los derechos constitucionales y humanos cuando estos son violados. ¿Cómo alegar justicia ante un régimen constitucional que, casi sistemáticamente, en forma antidemocrática, deniega justicia al no pronunciarse, al enmudecer siempre que se ve enfrentado a los millones de juicios de amparo que cada año procesan los tribunales?
A días de su centenario, la Constitución, esa anciana llena de mordazas y cicatrices, sigue esperando, casi un zombie, que la dejemos hablar fluidamente el lenguaje de las Constituciones, que no es otro que el de las libertades, los derechos, los límites al poder y la rendición de cuentas de quienes, desde el poder, se llenan la boca con su nombre.
Director del Centro por un Recurso Efectivo, A.C. y profesor de Derecho Constitucional de la UIA
@carpervar