Hace seis años, a propósito de que estábamos fascinados con la re-revisión de la Historia de México con motivo del Bicentenario, un gran amigo me soltó su conclusión: los héroes nacionales lo son no porque hayan tenido un comportamiento inequívoco y ejemplar siempre, sino porque en un momento de sus vidas, en un instante, tomaron una decisión heroica.
Me pareció brillante. Porque si queremos encontrar defectos y abusos en las biografías de nuestros hombres de bronce, nos vamos a topar con muchísimos y muy graves, no pocos francamente inaceptables bajo la mirada del siglo XX.
Hace un mes murió Fidel Castro.
“Fidel, Fidel, ¿qué tiene Fidel?”, canta uno de los sones cubanos más sabrosos.
No sé si es esa envidiable locura idealista que le hizo jugarse la vida con un puñado de amigos y pelear en abrumadora desigualdad de circunstancias. No sé si es la épica crónica de cómo ganó la guerra en contra de todo pronóstico, las anécdotas de cómo echó mano del ingenio en los momentos más aciagos. No sé si es la vida en la sierra, la gorra tan singular, la barba rebelde, la sonrisa fotogénica, el puro, la mirada al horizonte, el discurso lleno de pensamientos, filosofías, anhelos fácilmente adoptables.
¿Genuina identificación? ¿Eficaz propaganda? ¿Combinación de ambas?
Seducción perfecta, encanto irresistible, casi ineludiblemente entrañable el Comandante.
Y entonces muere Castro y brotan en todo el mundo expresiones de “mi Comandante”, referencias a “Fidel”, así, por nombre propio, con el cariño y la confianza de quien durmió con él en la Sierra Maestra. Y a vestir gorros militares, playeras con su silueta, subir a redes sociales frases de él o fotos con el simpático muñequito que es souvenir de La Habana.
¿Por qué fascina, por qué resulta querido, entrañable entre tantas personas que no soportarían vivir bajo un régimen como el suyo?
¿Cuántos de los enamorados de Fidel soportarían tener que ceñirse a una libreta de alimentos en lugar de comprar libremente en el supermercado? ¿O tener que ir a una esquina y gastarse el sueldo en una tarjeta de prepago para gozar de internet? ¿O resistir una sociedad donde hay premio de cárcel a quien hable contra el gobierno, para el que marche o se manifieste en protesta? ¿Una cotidianeidad sin el menor asomo de crítica, sin el equilibrio mínimo en los medios de comunicación, sin que los opositores tengan quien cubra sus actividades? ¿Cuántos de los enamorados de Fidel aguantan un sueldo de 20 dólares al mes con título de doctor o compartir vivienda en ruinas con otra familia?
Pero ahí están, fidelistas de temporada, castristas fashion, radical-chics. Resaltando los valores de Castro —que los tuvo, y negarlos es una violación a la verdad— pero olvidando cualquier equilibrio, como si los azotara una especie de deuda con su sentido de patria, como si les faltara en su propia biografía un momento definitorio donde pudieran apostar por el heroísmo, con antojo —tres mojitos de por medio— de tomar el fusil y acabar de una vez y por todas con la pobreza, la opresión, la desigualdad. O por lo menos expresar engoladamente estos ideales en un discurso ovacionado.
Seducción perfecta, encanto irresistible, casi ineludiblemente entrañable el Comandante. Tirano también.
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