En los primeros meses de 2011, un puñado de idealistas arrancó una revuelta social para derrocar en Siria al dictador Bashar Al Assad, cuya familia lleva más de cuatro décadas gobernando ese país.

Sus primeras manifestaciones fueron brutalmente reprimidas por el régimen y ante ello, ese grupo de inconformes tomó las armas, iniciando la más larga de las revoluciones que dejó la llamada primavera árabe.

Esos primeros rebeldes han quedado militarmente aniquilados y políticamente arrinconados. Entraron los terroristas de Al Qaeda, Estado Islámico; se incorporaron Rusia, Estados Unidos, Francia, Turquía; los kurdos, con sus enorme influencia de poder económico.

Damasco, la capital siria, nunca dejó de ser del régimen. Assad logró mantener ahí su bastión casi intocado. Y por eso Alepo, la que alguna vez fue la ciudad más rica y poblada de Siria, se volvió el símbolo mismo de la guerra: quien tenía control de Alepo parecía llevar el marcador a su favor.

A casi seis años de distancia, Alepo está en ruinas. Ya no es la más poblada (porque de ahí han salido a buscar refugio en otras naciones casi todos sus habitantes) y, con más escombros que edificios, desde luego que ya no es la más rica. De ese Alepo considerado clave ha retomado el control el régimen de Assad, impulsado decididamente por la Rusia de Vladimir Putin.

Bashar Al Assad luce más fuerte que nunca. Lejos se ven aquellos tiempos en los que parecía que la ola de la primavera árabe lo terminaría arrasando, como a Mubarak en Egipto o a Gadafi en Libia. Más lejos suenan aquellas amenazas de Barack Obama de que si empleaba armas químicas contra sus opositores estaría cruzando una “línea roja” a la que debería atenerse. La cruzó y no le pasó nada. Putin siempre estuvo a su lado.

Y así, Rusia venció a Estados Unidos. La puntilla parece ser el control de Alepo, consolidado hace unos días, cuando la Unión Americana se desdibuja por las dudas de Obama y el pleito entre Donald Trump y las agencias de inteligencia que es también la camaradería de Trump con Putin.

SACIAMORBOS. Entre los cocineros de la alianza PAN-PRD por el Estado de México destaca Graco Ramírez, el perredista gobernador de Morelos. Recientemente le han reventado toda suerte de problemas, notablemente la disputa que mantiene con el ex futbolista Cuauhtémoc Blanco, alcalde de la capital, Cuernavaca.

A Blanco se han sumado dos acérrimos rivales de Graco Ramírez: el rector de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Alejandro Vera, y uno de sus más cercanos colaboradores, el nacionalmente conocido activista Javier Sicilia.

En las filas perredistas han dejado correr la versión de que desde la Secretaría de Gobernación están atizando el fuego contra Graco Ramírez, en venganza por su activismo en la causa de la alianza PAN-PRD para Edomex.

En el gobierno federal dicen que Graco se metió en sus propias broncas por la manera en que maneja el Estado, pero sobre todo, por el papel tan relevante como cuestionado que tiene su hijastro, Rodrigo Gayosso, a quien atribuyen el desbarajuste y las versiones.

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