Por default, Angela Merkel tendrá que ser la defensora de la globalización y los valores de Occidente. El peso de la viabilidad y orgullo de lo mejor del mundo liberal descansa ahora sobre sus hombros.
Ella es la que queda. Con su sentido irónico del humor y su fiereza a la hora de negociar. Le toca sacar la cara.
La victoria de Donald Trump en la elección estadounidense le ha dado un ímpetu casi sin precedente a la extrema derecha en todo el mundo. Súmele que los brexiteros del Reino Unido se salieron con la suya entonando mensajes antiinmigrantes y proteccionistas para convencer al electorado de votar en contra de la Unión Europea.
La tendencia se esparce por todo el viejo continente:
En Italia, los populistas cantan victoria después de que se votara para rechazar el referéndum de reformas del primer ministro, Matteo Renzi, y así hacer inevitable la renuncia de un líder comprometido con la Unión Europea.
En Grecia, desde que explotó la crisis económica, los neofascistas en aquel país dieron un salto en las preferencias electorales.
Y hasta Francia, país mundialmente conocido por sus políticas sociales, coquetea abiertamente con la derecha fascista antiinmigrante.
No todo está perdido. Hay excepciones. En Austria, la derecha extrema que había avanzado notablemente sufrió un segundo descalabro electoral consecutivo (los comicios se repitieron por dudas sobre la contabilidad de los votos). El sentido común se impuso al racismo.
Con este panorama, Angela Merkel, la canciller alemana, se ha plantado como el gran dique contra esta huida de la globalización que va acompañada de una huida de la razón. Muchos alemanes se refieren a ella como mutti (mami), esa figura estricta que cuida. Nació y creció en el Este de Berlín: sabe lo que es vivir con muros.
El año pasado, ante la crisis de refugiados, recibió a cerca de un millón de inmigrantes sobre todo sirios. Le costó popularidad, especialmente después del incidente en la ciudad alemana de Colonia, cuando en la celebración del año nuevo 2016 se sucedieron varios actos de violación y robo supuestamente a manos de inmigrantes.
Merkel, cercana amiga de Barack Obama, se está quedando sola y el año próximo enfrenta una dura elección. Su partido, la Unión Cristiano Demócrata (CDU), acaba de reelegirla como su líder con el 89% de los votos. Sin embargo, la CDU se está moviendo a la derecha para recuperar algún pedazo del electorado conservador: en su Congreso de hace unos días decidió abanderar la abolición de la doble nacionalidad para los hijos de extranjeros y la utilización integral del velo en las calles.
Merkel no quiere aún pasar a la historia como la reina de la globalización y los derechos humanos. O por lo menos no la reina víctima. Y está contorsionándose políticamente para no sufrir la misma suerte que Hillary Clinton, Matteo Renzi o David Cameron. Ojalá lo logre. Y aunque es cierto que Alemania está lejos de tener la influencia mundial de Estados Unidos, con Trump al mando de un imperio dividido, el mundo voltea hacia Merkel. Es la única que queda.
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