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El triunfo de Donald Trump vino a poner de cabeza muchas cosas. Como a algunos de los medios de comunicación más respetados del mundo.
Un multimillonario que hizo negocios toda su vida aprovechando las grietas de la ley y sus relaciones con los políticos, se validó en un año y medio como el representante de millones de estadounidenses que deseaban un cambio de fondo en el sistema. Así surgió el increíble oxímoron: un magnate antiestablishment.
Pues de igual forma, un personaje público que no tolera la crítica, que ataca a quien le señale sus defectos y responde con descalificación y condena a los periodistas que publican algo que no le agrada, se validó como el defensor de un amplio sector de la sociedad que no cree en los medios de comunicación más influyentes y acreditados. Un intolerante como defensor de la libertad de información. Y hoy Trump es el centro de una redefinición profunda que tienen que afrontar los medios.
El estilo confrontativo de Trump con el periodismo durante su campaña, lejos de afectarlo como indicaba el manual que ocurriría en una campaña normal, le daba más fuerza a cada paso.
Sus constantes quejas y su victimización sobre la cobertura de las cadenas de televisión, y sus críticas a veces despiadadas a los conductores y reporteros, no afectaban su popularidad. Al contrario. Quedan para la historia los comentarios soeces y sexistas contra la conductora de Fox News Megyn Kelly y las burlas por la discapacidad que sufre el reportero de The New York Times Serge Kovalesky.
El fondo del asunto es que el frontal Trump —si se quiere el atrabancado y grosero Trump— estaba montado en una realidad que al día siguiente de la elección pegó con tubo al establishment de los medios de comunicación: una enorme, gigantesca parte de la sociedad no les cree.
Quizá por la irritación que provocaba el personaje, el entendible miedo incluso, los diarios emblema de la libertad de prensa y el periodismo profesional, The New York Times y The Washington Post, dieron durante la contienda un paso que antes era impensable: permitir que en sus espacios de información se colara una postura, una preferencia, un sesgo. No era sólo el clásico editorial en el que escogían un candidato y esto no se reflejaba en su cobertura. Parece que esta vez sí dieron el paso. Y aunque duela admitirlo, fue el impresentable Trump quien se los hizo ver, con el poco tacto de sus gritos y escupitajos. Ni hablar de las cadenas de televisión, donde las posturas eran aún más claras.
El periodismo falló en reconocer y reportear la fuerza del movimiento que encabezaba Trump, incluso hasta unas horas antes de que se echara a la bolsa la elección. Esa culpa le da excusa a Trump para acosar el ejercicio de la crítica y hacerlo con un nutrido respaldo social.
El lunes Trump se reunió con representantes de las principales televisoras y ayer con el equipo editorial de The New York Times. A ambos les reclamó con el tono áspero y grosero de la campaña. Empezó un nuevo capítulo de la relación entre políticos y medios en Estados Unidos.
En México tenemos muchísimo que aprender de esta durísima experiencia. A mí no me gusta a dónde está llevando.
historiasreportero@gmail.com