El martes en la tarde, cuando el equipo de Donald Trump notificaba a Los Pinos los detalles de su visita a México del día siguiente, la canciller Claudia Ruiz Massieu se encontraba en Estados Unidos.
Pero no estaba en las oficinas de campaña del candidato republicano negociando los pormenores del evento. La secretaria de Relaciones Exteriores se encontraba en Milwaukee, inaugurando un consulado, a 3 mil kilómetros de Trump y su staff, que hacían proselitismo en el estado de Washington. Le cayó por sorpresa la noticia de que el magnate aceptaba la invitación. No lo supo ella, no lo supo el embajador Carlos Sada, no lo supo el subsecretario de América del Norte, Paulo Carreño.
Unas horas antes de hacerse oficial, tampoco lo sabía el vocero presidencial, Eduardo Sánchez, a pesar de que se trataba de un asunto que necesitaba sobre todo una estrategia de difusión que mitigara el rechazo popular.
No lo sabía el gabinete. Al grado que cuando se les notificó, entre algunos hubo desconcierto y entre otros franca desaprobación. Esto explica los rostros de luto que exhibieron en la primera fila de la conferencia de prensa.
La operación de la visita de Trump fue del secretario de Hacienda, Luis Videgaray. Y se coordinó directamente con su jefe, el presidente Enrique Peña Nieto.
De él fue la idea de hacerlo y de él fue la idea de hacerlo ya. Todo esto me lo relataron muchas fuentes muy bien informadas.
Por las declaraciones que han hecho desde el gobierno federal, da la impresión de que su cálculo fue que con el costo político que pagó el presidente Peña Nieto con esa visita, compró un “seguro anti-Trump”.
Esta es su lógica: en este momento, el mayor riesgo estratégico para México es que Trump llegue a la presidencia de Estados Unidos, así que hay que tender un puente, acercarse, y que el daño, si sucede, sea menor. En el gobierno dicen que están orgullosos del resultado: presumen que el magnate ya no habló de deportar a 11 millones de personas, sino a 6, que ya no planteó congelar las remesas ni cancelar el TLC, y que del muro ya supo oficialmente —se lo habría dicho el presidente Peña en privado— que México no lo pagará; y que ahora los dos candidatos gringos pelean por ver quién es más amigo de México. Si fuera el caso, ni esto pudieron posicionar en una estrategia de comunicación catastrófica. Hasta el equipo de Hillary defendió más a Peña que sus propios secretarios. El presidente lució tímido primero y solo, muy solo después.
¿Un seguro anti-Trump? Quizá el seguro más caro e incierto del mundo.
Caro porque esta administración federal no muestra vasos comunicantes con sus gobernados: millones de familias mexicanas ven en Trump al monstruo que va a expulsar a sus hijos, hermanos, papás de Estados Unidos, que les dejarán de mandar el dinero con el que sobreviven, millones más a quienes ha ofendido con sus expresiones.
Incierto porque Trump no tiene palabra. Lo dicen quienes lo conocen, lo denuncian sus biógrafos, lo relatan los periodistas que lo siguen cotidianamente. Con alguien así, no hay arreglo posible.
En cualquier caso, en unos meses quedará claro. Vaya apuesta.
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