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No sé si hay tal cosa como un buen momento para morirse. Nuestra cultura, que ha derivado en costumbre, de aferrarse a la vida y procurar extenderla a casi cualquier costo, parece refrendarlo. Pero todos vamos a morir. Y si intentamos hacer de nuestra vida algo útil, deberíamos aspirar a que nuestra muerte también lo fuera.
El repentino e indeseado fallecimiento del compositor e intérprete Juan Gabriel sucede en medio de un debate nacional desatado por la iniciativa presidencial de reconocer en la ley que las uniones entre personas del mismo sexo sean también matrimonio.
Alberto Aguilera Valadés no fue un activista de la causa gay. Nunca se le vio en plantones ni manifestaciones. No escribió artículos ni firmó desplegados. Tampoco marchó en el gay-parade. Pero no hizo falta.
Su sola presencia escénica era un postulado. Interpretación, vestuario, baile, constituían una exaltación de la diversidad. Su traviesa respuesta de “lo que se ve no se pregunta, mijo” cuando le cuestionaron si era homosexual, ratifica que su talento e inmensidad estaban muy por encima de sus preferencias sexuales.
Hoy tenemos a todo el país rendido, doliente, cantando sus canciones en voz alta, contoneándose como él, pero muchísimos de sus ciudadanos negándole el ejercicio pleno de sus derechos, o peor aún, activamente luchando para que sean discriminados todos los que tienen las mismas preferencias que Juan Gabriel.
Leo en Twitter a diputados y senadores aparentemente golpeados, conmovidos por el inesperado fallecimiento del gran artista. Muchos de ellos son los mismos que han anunciado que votarán en contra de esta iniciativa o que “no es prioritaria” en su agenda legislativa.
Y ahí están los antiderechos, de traje, de jeans, de vestido o de sotana, cantando las canciones de amor de un homosexual, pero escupiendo y promoviendo un discurso de odio que salpica al homenajeado. Vaya doble moral. Vaya hipocresía.
La vida de Juan Gabriel es un testimonio incontestable de que las preferencias sexuales no tienen nada que ver con la calidad humana. Un hombre que nació pobre y se abrió carrera a codazos. Un compositor retomado en una decena de idiomas. Un fenómeno en varios países. Un filántropo que apoyaba albergues para niños de la calle. Un papá. Un empresario. Un artista que no esgrimía el pretexto de las musas extraviadas para dejar de escribir, de componer, de trabajar. Y mucho. Muchísimo.
Pero basta abrir un periódico, encender la radio, conectarse a internet o prender la televisión para descubrir las estridentes voces que, de ganar esta batalla, dejarían a Juan Gabriel y a su familia como ciudadanos de segunda clase. Bonito homenaje al ídolo. Sigan cantando.
SACIAMORBOS. Rebatiña por los restos. El gobierno federal lo quiere en la Ciudad de México, pero los gobernadores de Michoacán, donde nació, y Chihuahua, donde vivió, se lo quieren llevar a sus estados. Lo que sea para animar la aprobación y la popularidad. La foto con Juanga, aunque ya haya muerto.
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