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Sólo 33 por ciento de los franceses creen que su gobierno tiene la capacidad de enfrentar la amenaza del terrorismo y más de 80 por ciento están dispuestos a perder algo de libertad en aras de obtener mayor seguridad, según una encuesta del diario Le Figaro.
Después de tres ataques terroristas en suelo francés en un lapso de año y medio, Francia no se consuela más con la solidaridad internacional y las condenas genéricas al terrorismo.
Al mediodía del lunes, durante un acto de homenaje a las víctimas del atentado en Niza, la multitud recibió con rotundo abucheo y silbatina al primer ministro Manuel Valls. A los integrantes de las fuerzas de seguridad y cuerpos de emergencias les dio aplausos.
El encargado de la seguridad del país reaccionó con enojo y declaró que fue una actitud “indigna” de una “minoría”, que sólo propicia la división y el odio.
La escena revela lo que enfrenta el gobierno socialista del presidente Francois Hollande. Los discursos sentidos, los llamados a la unidad y las referencias a la grandeza del país de la libertad, la igualdad y la fraternidad no le alcanzan ya para enfrentar el sentir de los ciudadanos.
Los opositores a Hollande le recriminan a su gobierno el descuido con el que abordó el diseño de la seguridad para el tradicional desfile de conmemoración de la toma de la Bastilla. Consideran inexplicable que tras organizar con éxito y sin incidentes la Copa Europea de futbol, que atrajo a decenas de miles de visitantes de diferentes países del continente, hayan dejado a Niza con medidas laxas para las celebraciones del día nacional de Francia. Descuido, exceso de confianza y hasta negligencia criminal, son algunas de las acusaciones.
Quejarse y expresar indignación, como lo hizo Valls, no parece el camino a seguir para un gobierno que incluso antes del atentado que dejó 84 muertos y más de 200 heridos ya enfrentaba su nivel más bajo de aceptación ciudadana.
Frente a ese gobierno debilitado, los yihadistas celebran su victoria en otra batalla histórica: cuando el grupo Estado Islámico se escindió de Al Qaeda, la discusión era religiosa pero también estratégica. El EI pugnaba por el establecimiento del Califato que según su interpretación está mandatado en el Islam. Los líderes de Al Qaeda intentaban convencerlos de que ese camino los haría vulnerables a los ataques militares de Occidente e insistían en que el modelo de células diseminadas por el mundo, casi indetectables, era la vía más segura.
Estado Islámico estableció su Califato en un tercio de Irak y casi la mitad de Siria. Ciertamente, atrajo en los últimos años los ataques militares de numerosos países —con intereses diversos y en ocasiones contrarios— y ha perdido buena parte de su control territorial.
Pero en forma paralela, echó a andar una maquinaria propagandística digital que ha demostrado su eficacia para llegar a través de las redes sociales a jóvenes marginados, enojados y temerosos por su futuro. Están en todo el mundo, dispuestos a morir, y listos para atacar en cualquier parte a cualquier hora. Hoy, no hay duda, es el grupo terrorista más letal en el planeta.
Mientras las investigaciones determinan el grado de involucramiento con el EI del aparentemente solitario autor de la matanza en Niza, los estrategas del grupo terrorista atacan el corazón de Francia y de Occidente, y constituyen el más formidable desafío a los cuerpos de seguridad e inteligencia del mundo. Hollande es sólo una víctima política más de esa maquinaria.
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