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En Turquía se ha producido una paradoja. El hombre que encabeza un gobierno con una clara política antilibertades individuales, que restringe la libertad de expresión, castiga la crítica e impide el derecho de manifestación, fue beneficiado en su momento más difícil por la acción cívica de un sector mayoritario de la sociedad.
Enfrentado a una asonada, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan apeló a las acciones que combate: llamó a los ciudadanos a salir a las calles para rechazar el intento de golpe de Estado y lo hizo por medio de las redes sociales, cuyo uso ha limitado de manera sistemática.
Y le funcionó. La rebelión de al menos una parte del poderoso ejército turco fracasó. Quedan las imágenes de los ciudadanos plantados frente a tropas y tanques.
La reacción del régimen encabezado por Erdogan frente a las acciones cívicas que lo salvaron dista mucho de apuntar a la solidificación democrática. Más de seis mil detenciones en tres días en busca de traidores en las filas del ejército y fuera de ellas.
Los medios y los periodistas que pelean por independencia resistieron la intervención de los militares y desafiaron sus órdenes de cesar toda emisión de noticias. Incluso dieron espacio a los llamados del gobierno —constitucional, legítimo, pero con una historia reciente de ataques a esos mismos medios— a través de FaceTime. Hay decenas de periodistas encarcelados por su trabajo. Con todo, un sector de la acechada prensa turca consideró que la perspectiva de un régimen militar era aún peor y defendieron el orden constitucional.
Las potencias occidentales reaccionaron de inmediato a favor del gobierno de Erdogan y rechazaron el intento de golpe. Apenas cuatro días después, comenzaron a advertir al presidente turco que midiera sus acciones, que se apegara al Estado de derecho y que limitara la purga que emprendió, con la suspensión de 3 mil jueces y el despido de 9 mil policías.
El papel de Turquía es así de paradójico en muchas arenas. Es al mismo tiempo aliado de Estados Unidos en contra del Estado Islámico y objeto de acusaciones de ser uno de los principales financiadores de ese grupo terrorista mediante la compra en el mercado negro de combustible barato que los yihadistas extraen de los territorios que ocupan.
El gobierno de Erdogan es visto como enemigo de la instauración del estado religioso y al mismo tiempo su mayor base, la que salió a defenderlo frente a los militares, ve con buenos ojos la ley islámica.
Puerta entre Europa y Medio Oriente, entre el laicismo y el islamismo, entre las democracias occidentales y los regímenes totalitarios, la Turquía de Erdogan se mueve en la ambivalencia.
Su presidente, salvado por demócratas, sigue mostrando su tendencia a comportarse más como sultán y despacha en su lujoso palacio presidencial, con su alberca con tiburones bajo el piso del comedor principal, en cuya instalación se gastó 350 millones de dólares.
Desde ahí aprovecha su triunfo democrático para deshacerse de sus enemigos políticos con métodos francamente autoritarios.
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