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4:40 de la mañana del viernes 8 de enero. Con un ariete de acero, un equipo de intervención de 17 marinos de la Unidad de Operaciones Especiales rompió dos puertas de metal para entrar a la casa de seguridad donde esperaban capturar al Chapo Guzmán.
Un día antes, los análisis de inteligencia encabezados por el Cisen habían arrojado un 80% de probabilidades de que, en efecto, él estuviera ahí. No había total certeza porque si bien los integrantes del Cártel de Sinaloa actuaban diligentemente, se decían que ya estaba por llegar “la tía” o “la abuela”.
El jueves a las 3 de la tarde, en sus oficinas centrales al sur de la ciudad de México, el cuerpo de marinos con adiestramiento de élite decidió apostar por esa probabilidad. Si fallaban, seguro serían meses antes de volver a tener una pista sólida.
Fijaron como Día D el viernes 8. Como Hora H las 4:40 de la madrugada.
El equipo de intervención de 17 integrantes pasó la Navidad en Los Mochis, Sinaloa. Estaban listos. A ellos les tocaría irrumpir en la vivienda, en el centro de la ciudad.
Volaron para reforzarlos 50 compañeros desde el Distrito Federal, quienes custodiarían coladeras desde las calles aledañas, por si por ahí escapaba el narcotraficante más buscado del mundo.
Esa madrugada, el ariete de acero sonó varias veces tan fuerte que despertó a todos los que estaban adentro. Cuando quebraron la segunda puerta, los recibieron a balazos. Un marino cayó herido en el pequeño patio del frente de la casa. Una bala le entró por el brazo y un charco de sangre se fue acumulando. El fragor imposibilitó su inmediato rescate.
Los marinos fueron triplemente sorprendidos: no calcularon que los del Chapo fueran tantos, con tan buen adiestramiento y con tan letal equipo. Esperaban cinco elementos, fueron quince. Esperaron sicarios comunes, estaban bien entrenados en el manejo de armas. Esperaron cuernos de chivo y R-15, y las había, pero también granadas, tres metralletas Barret calibre .50 y dos lanzacohetes RPG de fabricación rusa.
Los 17 tácticos de la Marina habían recibido su adiestramiento de élite en el campo de El Capulín, en el Estado de México, e iban bien equipados: casco, chaleco, rodilleras y escudos antibalas, granadas aturdidoras, pistolas 9mm y ametralladoras M4, lentes de visión nocturna NVG, intercomunicación manos libres y una cámara GoPro en el casco.
En el intercambio de tiros se atrincheraron tras la pared frontal de la casa y lanzaron un par de granadas hacia dentro. Fueron entrando de dos en dos al área de sala-comedor-cocina. Siguió la escaramuza. Abatieron a uno de sus adversarios que les disparaba desde una ventana junto a la televisión. Desarmaron y detuvieron a dos hombres que los querían matar desde la única recámara en la planta baja.
Y luego lo más difícil: repelieron la agresión desde la estrecha escalera donde les amenazaba un lanzacohetes que les hubiera resultado fatal. Lo inutilizaron a balazos y en ese momento la planta baja fue suya.
El combate siguió en el piso superior. Los marinos usaron de nuevo granadas, disparos. Fueron tomando pasillo, cuartos, baños. Cada metro puede costar la vida.
La casa de seguridad del Chapo Guzmán tiene cuatro recámaras y cinco baños. En quince minutos estaban bajo su control, pero no estaba El Chapo.
Varios maleantes habían escapado por las azoteas. Quizá su líder también. A saltos entre los techos del fraccionamiento continuó la batalla. Tres del cártel fueron abatidos. Ir subiendo de piso la batalla había sido un engaño. El Chapo no se fue por arriba.
El comando oficial se dividió. Los que permanecieron en la planta baja, tan pronto la tuvieron controlada a los pocos minutos de iniciar la reyerta, se fueron sobre el refrigerador.
La información de inteligencia les señalaba que la casa seguro tendría túnel y que éste no estaría bajo la tina —como aquel de Culiacán hace dos años— sino en el refri. En efecto. Había un hoyo bajo el electrodoméstico, pero tan pequeño que no cabría nadie.
Uno de los detenidos, identificado como especialista en túneles, fue interrogado en el lugar: se mantuvo fiel a su jefe: les dijo que no habían alcanzado a terminar el túnel. Era otro engaño.
Los marinos buscaron en todos los espacios, hasta que hora y media después notaron que la pared detrás de un clóset del vestidor era en realidad una puerta. La abrieron a golpes con un mazo. Descubrieron más tarde que, escondida en el foco del techo, tenía una palanca como de cofre de coche que “la botaba”.
Entonces no tuvieron duda. El Chapo se había escapado de nuevo. Frente a sus ojos, una escalera de metal que conducía a un túnel de quince metros de longitud, 1.80 de alto y como metro y medio de alto. Piso y techo de cemento. Madera en las paredes. Perfectamente construido, electrificado, sorteando las tuberías municipales, con una bomba de extracción de agua para evitar inundaciones y que conectaba al drenaje pluvial de Los Mochis a través de una sofisticada y gruesa compuerta de metal.
El Chapo les llevaba 90 minutos de ventaja. Según la indagatoria oficial, el capo de Sinaloa recorrió kilómetro y medio de drenaje, entre agachado y de rodillas por lo estrecho del pasadizo. Sólo iba acompañado de El Cholo Iván Gastélum, su jefe regional.
Tardaron varias horas hasta que salió de la alcantarilla casi a las nueve de la mañana, robaron un coche Jetta blanco, lo dejaron cuadras adelante, robaron un Focus rojo y en él fueron interceptados por fuerzas federales, según relató la procuradora Arely Gómez.
Todo lo relatado en esta pieza está basado en testimonios de marinos involucrados en la Operación Cisne Negro, videos de sus cámaras GoPro, información de inteligencia del Cisen que fue estratégica para la captura y la indagatoria de la PGR.
“Se te terminaron tus seis meses de vacaciones”, le dijo el jefe del grupo élite de la Marina cuando finalmente lo tuvo sometido, el mismo que lo capturó en 2014.
“Sí, se me terminaron las vacaciones”, aceptó el Chapo Guzmán.
Llevaba las rodillas raspadas por la escapada en el drenaje.
En la casa quedaron los boquetes que son registro del poderío del armamento. Rastros de pólvora en columnas, paredes, techo, puertas. Cristales estallados en ventanas y electrodomésticos. Comida tirada y salsas que parecen sangre. Sangre de verdad también.
Cajas de balas y celulares de los más caros y de los más simples. Escapularios y estampas religiosas. Ropa y cosméticos, artículos de aseo personal. Moronas de pan y galletas. Dulces, uno de los vicios del Chapo Guzmán.
Tintes para barba y bigote. Testosterona inyectable, jeringas, antibióticos, desinflamatorios, una nota de farmacia por más de 4 mil pesos en medicinas para mejorar el rendimiento sexual.
Y cuatro dvds con La Reina del Sur, la serie de televisión sobre narcos que protagoniza Kate del Castillo.
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