Creo que nunca he rezado tanto como dentro de esa combi que me llevó por primera vez a un país en guerra. Afganistán, 2001. Sin carreteras, con veredas dibujadas por el vehículo de adelante sobre el desierto de 360 grados, el camino hacia Jalalabad trajo a mi mente todos los destinos ingratos posibles. Y más porque sabía que, nación sin ley poblada de asaltantes y extremistas, el traslado era lo más peligroso para los periodistas. Ya habían muerto varios.

En el asiento de a lado estaba Jorge Pliego, hastiado, incómodo por los 20 kilos de su cámara de video que viajaron sobre sus piernas. Fueron horas. Entramos a territorio de guerra, grabamos los tanques disparando a las montañas donde se escondía Osama Bin Laden, hombres armados, niños armados, mujeres en campos de refugiados que atestiguaban la muerte de sus bebés en sus propios brazos por culpa del frío y la falta de comida y medicinas. Toda la pobreza imaginable. Todo el miedo.

Al cabo de varios días, decidimos visitar el complejo universitario de Darrunta. Ahí, nos dijeron, habían estudiado algunos de los que cometieron los ataques terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos. Aulas y patios habían sido bombardeados por los americanos. Quedaban aún restos de cuadernos de apuntes, ropa, sangre, boquetes de misil y agujeros de bala.

Al final del recorrido, entramos a lo que parecía ser un laboratorio. Nos encontramos un cuaderno con las instrucciones para fabricar explosivos molotov, gas mostaza, bombas de tiempo…

… y un montoncito de polvo blanco que nuestro guía nos advirtió que era ántrax.

Fue el pánico. Inhalarlo podía causar la muerte. Jorge, su asistente Raúl El Fogón Guzmán y yo empezamos a experimentar los síntomas del ántrax: dolor de cabeza, de estómago, ganas de vomitar. Queríamos salir del país para ir a un hospital de Pakistán –los de Afganistán eran pobres y estaban saturados de heridos de guerra– pero era más peligroso tomar “carretera” en ese momento que guardar unas horas el ántrax en el cuerpo.

Nos dirigimos entonces a la casa donde nos dieron refugio. Jorge auscultó en su maleta y sacó –oh, sorpresa– una botella de tequila que había cruzado el mundo clandestinamente. Sacó también una de whisky que había conseguido en el mercado negro afgano, instaló rápidamente unas bocinas y puso aquella de “No hay nada más difícil que vivir sin ti…” del Buki. Nuestro cuarto se volvió esa noche una cantina donde convergieron reporteros y combatientes.

A la mañana siguiente ningún síntoma prevalecía: ¿ya ves? –me asestó Pliego– el tequila cura el ántrax.

Jorgito Pliego murió ayer a las 7:15 de la mañana.

Recordaré que nunca dejó de hacerme reír. En Afganistán como en Haití, en el tsunami, los huracanes o conflictos políticos que cubrimos juntos. Se agradece mucho cuando se agolpan frente a la mirada los peores horrores de la humanidad.

Lo vi cargar los 20 kilos de cámara y enfrentar balaceras y turbas y tanques de guerra y pilas de muertos. Jamás me dijo que no. Era uno de los hombres más valientes que conozco. Quizá le ayudaba el tamaño de su corazón:

Recuerdo una cárcel de Afganistán cuando se quiso agarrar a golpes con un custodio que estaba maltratando a un niño, cuando regaló su chamarra a los refugiados que tenían frío, defendía a las reporteras de los extremistas islámicos que las querían toquetear o se desprendía de todo su equipaje o el resto de sus viáticos, para dejarlos en un albergue.

En este oficio de reportero te enseñan que no debes sentir frente a las noticias, que debes permanecer distante y desde ahí contar las historias. Jorge me enseñó que se vale sentir, y conmoverse, y que desde ahí también se pueden y deben contar las historias.

Los reporteros de televisión tenemos en nuestros camarógrafos a una extensión de uno mismo. Y somos nosotros extensiones de ellos. Entre balas dejas de ser sólo colega y te vuelves hermano. Jorge lo era. Me va a hacer falta siempre. Mi colega, mi amigo, mi hermano.

Que no descanse en paz. Que descanse en guerra.

historiasreportero@gmail.com

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