El próximo 5 de febrero conmemoramos los cien años de la promulgación de la Constitución de 1917. Este hecho es motivo de reflexiones y visiones dispares respecto al país. Unos destacan el “vacío de sentido que vivimos” el nihilismo constitucional (Sergio López Ayllón). Otros festinan la longevidad del texto constitucional y elogian sus muchas y muy buenas disposiciones (Miguel Carbonell). Algunos más hacen énfasis en la oportunidad de sustituirla por una nueva o modificar sustancialmente su forma de gobierno o la relación entre la clase política y los ciudadanos (Diego Valadés).

Una verdad irrefutable es que después de 100 años la constitución real (el arreglo entre los factores del poder) y la formal (la hoja de papel) no son las mismas. Quienes piden una nueva Constitución no toman en cuenta que nuestra Carta Magna es distinta en contenido y sentido a la que se promulgó o no quieren admitirlo porque el arreglo institucional desde su perspectiva es insuficiente respecto a su ideal político o inconveniente a sus intereses.

Si bien el derecho que emana de la Constitución cumpleañera no es el mismo que hace cien años y nuestra realidad política, económica, social y cultural es profundamente diferente a la que se vivía, entonces, ¿qué conmemoramos? Algo muy sencillo, que a pesar de los momentos críticos que hemos padecido en un siglo, las discrepancias y contradicciones entre los mexicanos se han resuelto sin recurrir a la lucha armada generalizada, ni al cuartelazo militar. Los movimientos políticos o sociales que han generado crisis en la convivencia pacífica han sido canalizados institucionalmente con éxito relativo (expropiación petrolera, movimientos ferrocarrileros y médicos, represión estudiantil, guerrilla, EZLN y transición democrática).

El tránsito del modelo autoritario de partido dominante al multipartidismo con la alternancia en el gobierno; de la presidencia omnipotente a la acotada; del intervencionismo estatal a la economía de libre mercado; del nacionalismo revolucionario a la integración en bloques regionales; del imperio de la legalidad formal a la preeminencia de los derechos humanos; del gobierno discrecional y opaco a la cultura de la transparencia y la rendición de cuentas; del esquema tradicional de tres poderes a la existencia de órganos constitucionales autónomos no subordinados a ninguno de ellos, y de la inexistencia de un régimen de responsabilidades (antes de 1982) a la conformación de un sistema nacional anticorrupción. El proceso ha sido lento y en ocasiones doloroso, pero no violento.

El nihilismo constitucional como cualquier negación absoluta parte de supuestos falsos. La Tercera Encuesta Nacional de Cultura Constitucional arroja como resultado que más del 90% declara conocer poco o nada la Constitución y parten de la idea que el conocimiento debe ser ilustrado o académico. La inmensa mayoría de los mexicanos, sin haber leído sistemáticamente el texto o tener la capacidad de analizarlo, puede identificar sus contradicciones e interpretarlo sistemáticamente, vive sus valores jurídicos: las libertades básicas, los derechos sociales mínimos, la democracia representativa, la división de poderes, la defensa del orden jurídico por los jueces, el estado laico, entre otros. La Constitución es parte del inconsciente colectivo.

La identidad total de la realidad con el derecho es una vana pretensión. La Constitución nos rige aunque alguien la viole o no la respete. Las desviaciones han existido, existen y existirán siempre. Aquí y en cualquier parte del mundo.

Hay que reconocer que existe una permanente tensión. La constitución real -la relación entre los poderes fácticos- reproduce la desigualdad social. La constitución formal -la hoja de papel- pretende la igualdad y la equidad. La primera privilegia el egoísmo individualista y colectivo, la segunda el interés público y la solidaridad. Este legítimo consenso-disenso lo hemos resuelto durante cien años bajo el amparo de una Constitución. Esto es lo que celebramos.

Somos capaces de ponernos de acuerdo con el respeto de las diferencias, de resolver nuestros conflictos acudiendo a los jueces, de debatir y aprobar nuevas figuras como la revocación del mandato, el derecho al buen gobierno y el derecho a la muerte asistida, como sucedió en la Constitución de la Ciudad de México y estar dispuestos a iniciar una lucha jurídica para su extensión e interpretación amplia en beneficio de la mayoría. Eso es lo que celebramos.

No festejamos un modelo constitucional perfecto e inmodificable, no pretendemos que ya superamos todos nuestros problemas y que hemos abatido la desigualdad social. No celebramos que ya logramos todo lo que socialmente queríamos y que nuestra Constitución no tiene contradicciones. Estas son parte de la misma como lo son de la política y la economía.

Simple y llanamente recordamos a cien años de la promulgación de la Constitución que tenemos un pacto, un ideal de justicia compartido, un deseo social de democracia y desarrollo sustentable, una propuesta de orden igualitario para nuestros hijos y una Ley Suprema que reconoce nuestros derechos humanos para oponerla a los poderosos. Esto es un mínimo, lo demás hay que ganarlo día a día, la Constitución se defiende y sólo así nos sirve de protección. No es necesario que todos la conozcan mucho, eso es cuestión de expertos y profesionales, basta que la mayoría sepa que existe y que puede invocarla cuando considere que se violan sus derechos y que sea un camino abierto para solucionar pacíficamente nuestros conflictos.

Profesor de Posgrado de la Facultad de Derecho de la Universidad Anáhuac del Norte

cmatutegonzalez@yahoo.com.mx

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