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H ay una foto de Cortázar y Lezama. Debe ser del año 65. Tienen que estar en La Habana porque el cubano nunca salió de ahí. Su agorafobia era tan intensa que sólo viajó a Jamaica una vez, y luego llegó hasta Veracruz —pero ya no se bajó del barco. Están sentados en una mesa con plancha de mármol, sobre la que hay, del lado de Cortázar, una carpeta de piel y del de Lezama dos libros. En el momento del disparo el argentino estaba hablando. Tiene las manos extendidas frente a si, como si estuviera a punto de ejecutar un pase mágico sobre su carpeta —y lo iba a ejecutar: en esa carpeta viajaría a París, unos días más tarde, el manuscrito de Paradiso.
En la foto Cortázar todavía es joven: va afeitado y con las patillas abultadas. Lleva un corte de pelo que lo emparenta con Serrat o un Elvis que no hubiera engordado: los guapos de la hora. Va a la moda: saco y pantalón estrechos de algodón, camisa de lino con el botón abierto, zapatos de gamuza oscura —podría ser un galán ancilar de La Dolce Vita. Lezama, en cambio, lleva un terno de lana totalmente fuera de lugar en los calores tunecinos de La Habana: la humanidad completa ya estaba enamorada de Coltrane y Sofia Loren y él todavía llevaba el cinto del pantalón nomás abajito de las tetas. Tiene el cuello de la camisa ajustado, el botón a punto a desprenderse por la presión de la papada más famosa —no sólo porque fue la más grande— de la literatura latinoamericana. Está fumándose un puro y mira al chico recién bajado de un avión de Air France con una desconfianza medrosa. Se le nota que no hace mucho que los Lezama eran negros, que hay por ahí algo de sangre caribe, tal vez filipina o keralesa. Se está fumando un puro y se le olvidó afeitarse. Debía pesar, ya para entonces, unos doscientos kilos —no sé cuánto midiera Lezama, pero aunque ambos están sentados, parecería que el cubano no desmerecía la altura de poste de luz del argentino.
Es la foto que le tomaron al maestro cartesiano, el amo de la escritura ordenada en la tradición hispánica reciente, arrimándose cuidadosamente al hervor sagrado de lo literario. Junto a Lezama, Cortazar, que cultivó tan bien y con tanta discreción la imagen del escritor de verdad, parece un vendedor de seguros, un agente de bienes raíces, el profe de letras suave de una prepa privada. El otro es lo que era: un misterio, un enredo, una distancia; lo más parecido que hubo a un mesías, si lo hubiera en la escritura literaria.
Mi lectura de la foto es parcial, por supuesto. Reconozco que un escritor hispano que de fondo no es cortazariano es un pobre escritor y todavía me parece que Las armas secretas o Bestiario son obras maestras, pero Lezama rifaba en otra cancha y, si me apuran, otra dimensión. Regreso feliz a los libros de Cortázar cuando los enseño, pero leo los poemas de Lezama porque se me da la gana, porque a veces necesito interrumpir y treparme a un puente, un gran puente, porque mi español sería un esclavo sin ellos y no creo que los escritores se sirvan de la lengua, sino que la sirven a ella: es el animal espléndido cuyos genes sólo transportamos.
La foto de Lezama y Cortázar me llegó como un mensaje a una huerta en las montañas de la costa tirrena de Sicilia en la que estoy escondido tratando de terminar una novela. No hay Internet, no hay celulares, no hay tele ni radio ni teléfono fijo. Voy a tener que manejar veinticinco minutos para poder mandar este artículo. Mis hijos ya están negros como pianos e interrumpen sus juegos misteriosos cada tanto para treparse a un árbol y limpiarlo de fruta. Caminan descalzos por las piedras que arden y cortan y bucean como pescados al pie de los despeñaderos aunque haya Mistral o Levante. Ya les parece que comerse un pollo es una asquerosidad, que cocer un marisco es dar el salto patrás. Se han, por fin, civilizado.
La foto me llegó de México, impresa en un libro. Un Álbum biográfico de Cortázar que no había visto aunque Alfaguara lo publicó en 2013. La memorabilia cortazariana es extraordinaria, una delicia para ir leyendo a saltos con el spritz de media tarde en la plaza normanda de Ceffalu mientras mis hijos someten al Siroco en las olas con otros niños cartagineses, pero el texto que leo y releo desde que mi suegro sacó el libro de la maleta diciendo que es imposible escogerme un regalo —vaya que no lo fue—, es una carta inédita —breve, dos páginas— en la que Lezama propone una poética de Paradiso.
La carta de Lezama se me apareció en ese momento en el que lo único que podemos hacer es terminar la novela pero todavía no tienen forma clara, todavía no es dueña de un orden que la haga legible. “No veo una sucesión de palabras”, dice el cubano. “Veo bultos, cuerpos que se desperezan, en el sentido en que un estratega dice ‘tiempo de ocupación’ de una plaza”. Al leerla sentí, aunque sea insoportablemente cursi decirlo, que me hablaba desde su ultratumba de estanques, narcisos y abejas: la novela es sobre todo, un ejercicio de invención de espacio, de colocación de un espacio en la distancia: “Toda distancia crea un árbol, todo árbol la casa, y vamos a entrar, todo árbol la novela”. Un espacio que se pone donde no había nada para ocupar, con un presente artificial, esotérico, el presente tangible de los otros: “Todo se me acumulaba en el presente como en los ideogramas chinos, donde no hay tiempos de verbos. Todo se acumulaba —el presente es la inmortalidad, dicen los místicos orientales”. Una novela no es buena ni por lo que cuenta ni por como lo cuenta —dos supersticiones—, sino porque su alquimia resultó permanente sin que el autor lo mereciera. No se explica, no tiene fórmula, es pura voluntad de existencia, pulsión de vida —la novela es la barriga de Lezama, los niños vueltos cartagineses—: “Me apasionaban los paseos de esa hormiguita, reducida de tamaño hasta lo inverosímil, por el desierto de la palma de mi mano.” No se debe esperar de ella más que lo que deja un ideograma. Dice Lezama: “He trabajado tanto sobre eso, que ya no sé si es una cualidad o un defecto, tal vez las dos cosas, pero como los hechos míos, me acompaña y ayuda.”