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El secretario de la Defensa Nacional está enojado. En un fuerte discurso pronunciado el jueves pasado, el general Salvador Cienfuegos pidió la aprobación de un marco legal que regule la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública y remató con la siguiente afirmación: “Si quieren que estemos en los cuarteles, adelante. Yo sería el primero en levantar no una, sino las dos manos para que nos vayamos a hacer nuestras tareas constitucionales”.
Este es un reclamo severo que amerita una respuesta seria. Pero para ello, se requiere algo de perspectiva histórica. En primer lugar, no es enteramente cierto que las Fuerzas Armadas estuviesen encerradas en los cuarteles antes de 2006. De diversas formas, tanto el Ejército como la Marina han participado en tareas de seguridad pública e interior desde hace décadas.
Desde los años cuarenta del siglo XX, personal militar ha estado involucrado en la erradicación de cultivos ilícitos. En los setenta, el Ejército condujo la campaña contra la guerrilla rural en Guerrero. En la misma década, la llamada Operación Cóndor involucró un despliegue amplio de elementos militares para combatir al narcotráfico, particularmente en el noroeste del país. Durante la administración Fox, las Fuerzas Armadas fueron movilizadas en operaciones de corto plazo para restablecer condiciones de seguridad en algunas localidades (los operativos conocidos como México Seguro).
Sin embargo, todas esas intervenciones tenían dos características básicas: a) la misión estaba acotada y b) los operativos, excluyendo las campañas permanentes de erradicación, eran de (relativamente) corto plazo. Eso sí cambió a partir de 2006.
En primer lugar, las operaciones militares dejaron de tener plazos perentorios. La presencia de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública se volvió permanente en múltiples estados.
En segundo término, las fuerzas federales (incluyendo al Ejército y la Marina, pero también a la Policía Federal) sustituyeron, no complementaron, a las corporaciones municipales y estatales.
Ese modelo de intervención, iniciado en la administración Calderón y continuado bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto, generó un dilema político de difícil solución. En ausencia de corporaciones locales y estatales competentes, las Fuerzas Armadas no pueden retirarse, so pena de dejar indefensa a la población frente al crimen organizado. Sin embargo, la presencia de las fuerzas federales reduce los incentivos de los actores políticos locales y estatales para construir capacidades propias. Malo si se quedan, malo si se van.
A eso hay que añadirle el problema jurídico que mencionó el general Cienfuegos. La justificación constitucional para la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública existe, pero es muy delgada. Pero, más importante, no existe legislación secundaria que regule esas tareas. En consecuencia, las Fuerzas Armadas deben operar en un entorno de inseguridad jurídica.
¿Cómo salir del embrollo? Idealmente, retirando a las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad pública. Pero eso enfrenta dos problemas básicos. En primer lugar, la Policía Federal dejó de crecer en 2011. Después de cinco años sin crecimiento, no está cerca de poder suplir la labor de las Fuerzas Armadas. En segundo término, el desarrollo de las policías estatales y municipales es incipiente en el mejor de los casos. El problema político descrito arriba ha retrasado su desarrollo.
En resumen, no hay por ahora nadie que pueda sustituir a las Fuerzas Armadas en sus actuales tareas de seguridad pública. ¿Qué se puede hacer entonces? Intentaré una respuesta en mi siguiente columna.
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71