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Hace dos semanas, el hijo de un ex alcalde de Lázaro Cárdenas fue acribillado en las calles de ese puerto michoacano. Cuarenta y ocho horas después, dos cadáveres envueltos en cobijas, con señas de tortura y tiros de bala en la sien, al mejor estilo mafioso. Y allí no paró la cosa: en la primera semana de julio se contabilizaron siete asesinatos en el municipio de Lázaro Cárdenas.
¿Un mero asunto local? No del todo. En los primeros cinco meses de 2016, según cifras oficiales, 480 personas fueron víctimas de homicidio doloso en Michoacán. Eso implica un incremento de 37% con respecto a 2015. Es un número apenas inferior al registrado en el mismo periodo de 2014, justo en el momento de mayor intensidad del conflicto entre los Caballeros Templarios y los grupos de autodefensas.
¿Qué hay detrás de esta escalada de violencia? Algo que el gobierno del estado se niega a admitir: la persistencia de grupos armados irregulares, algunos abiertamente criminales, otros no, pero todos armados hasta los dientes.
Allí están los Viagras, por supuesto, uno de cuyos operadores fue capturado esta misma semana en Morelia. Allí está una banda que se autodenomina como la Nueva Familia, formada al parecer por antiguos Templarios y activa en la región de Lázaro Cárdenas. Allí está IRIS (Insurgencia por el Rescate Institucional y Social), un grupo que se dice guerrilla y que supuestamente busca combatir la corrupción en el gobierno estatal. Allí está, por supuesto, el Cártel de Jalisco Nueva Generación, tratando de apropiarse de los territorios dejados vacantes por los Templarios.
Todo esto es polvo de los lodos de 2014. La intervención federal de ese año tuvo un éxito indudable: logró descabezar a los Caballeros Templarios y desmantelar a buena parte de su estructura criminal.
Sin embargo, fracasó en dos tareas paralelas. En primer lugar, no se logró desmovilizar, desarmar y reinsertar a los grupos de autodefensas. De hecho, durante buena parte de 2014, la política oficial fue empoderarlos: dejarles sus armas y usarlos de peones en la cacería de Templarios. Incluso se les dieron uniformes y los disfrazaron de policías. Para cuando el gobierno de Silvano Aureoles decidió disolverlos, éstos ya estaban atrincherados en las comunidades y muchos habían adquirido ya formas abiertamente criminales.
En segundo lugar, no se pudo acelerar la reconstrucción institucional del estado. Dos años y medio después de la intervención federal, la nueva policía estatal cuenta con aproximadamente 2 mil 500 elementos. El gobierno estatal firmó en marzo pasado un convenio de mando único con 110 municipios, pero los procesos de homologación de las policías municipales son, en el mejor de los casos, incipientes. La implementación del nuevo sistema de justicia penal ha sido lenta: Michoacán se encuentra a media tabla en el grado de avance de la reforma, según un informe reciente de CIDAC.
En resumen, se desmanteló a una mafia, pero muchas otras quedaron intactas, operantes, con amplia capacidad de intimidación y corrupción. Y las instituciones del estado están lejos, muy lejos, de poder afrontar el reto que representan. No es casualidad que la violencia regrese por sus fueros a tierras michoacanas.
En otras cosas. Las masacres no son cosa sólo de Tamaulipas. El lunes, una casa de Puerto Escondido, Oaxaca, fue atacada por un grupo no identificado. Murieron al menos ocho personas, tiburoneros de profesión según la Fiscalía del estado ¿El móvil? A saber. Pero la causa profunda es la misma que en Tamaulipas: desde la perspectiva de un delincuente, da lo mismo matar a ocho personas que a una. No enfrenta ningún riesgo adicional. Mientras eso no cambie, esto no va a parar.
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71