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La inesperada victoria electoral de Donald Trump, más allá de haber tomado por sorpresa a todo el mundo, ahora obliga a naciones aludidas a tomar decisiones para enfrentar el cumplimiento de sus promesas. En Asia, los grandes aliados de Washington siguen inciertos sobre el grado de compromiso que la nueva administración estadounidense asumirá en la estructura de seguridad y en su liderazgo de apertura comercial, a pesar de que el presidente electo ha asegurado a Corea del Sur y a Japón que mantendrá sus alianzas.
Por su parte, China sopesa hasta qué grado Trump está dispuesto a cumplir promesas de campaña. El presidente electo ha dejado entrever una relación comercial más equitativa, con menos déficit, en la que las importaciones chinas entrarían luego de lograr un mayor acceso a los productos e inversiones estadounidenses en China; como presión, ha amenazado con elevar a 45% aranceles a las importaciones chinas y denunciar a ese país como manipulador de su divisa. Parece que se aproxima una guerra comercial, la cual, sin duda, podría generar represalias: imposición de altos aranceles a todos los productos estadounidenses e incluso en el sector servicios, con el que Estados Unidos mantuvo un superávit de casi 30 mil millones de dólares en 2015. También se podría generar una guerra de divisas, orillando a Beijing a controlar más el yuan, provocando volatilidad en los mercados financieros.
Así, la próxima política exterior de Trump frente a China parece privilegiar el aspecto comercial sobre el geopolítico, lo cual para Beijing sería benéfico, ya que una reducción de su presencia estratégica global y la impredictibilidad del electo mandatario al frente de su país podría atraer a varias naciones asiáticas hacia la órbita de intereses de China, como parece percibirse para Malasia y Filipinas.
El repudio de Trump al Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) puede infundir vigor al Acuerdo de Asociación Económica Regional Integral (RCEP), modelo impulsado por China en Asia. Asimismo, Trump no parece particularmente interesado —tal vez por falta de conocimiento— en temas como derechos humanos o el imperio de la ley en Asia, lo que podría llevar a China a sentir menos restricciones en su conducta frente a conocidos diferendos territoriales. Sin embargo, Washington y Beijing tienen institucionalizado desde 2006 el diálogo estratégico y económico, y desde 2013 negociaciones sobre un tratado bilateral de protección a las inversiones: tirarlos por la borda tendrá efectos nocivos para los propios intereses estadounidenses. Así, un cambio radical de políticas, y sobre todo una guerra comercial entre las dos naciones es la peor opción —Estados Unidos representa el destino del 18% de las exportaciones chinas, su primer socio—.
El presidente Xi Jinping, en su mensaje de felicitación, señaló que espera una relación constructiva y a favor del respeto y la cooperación, manteniéndose en su visión de una nueva relación de grandes potencias. Si bien ha quedado demostrado que no existe la predictibilidad sobre el futuro, hay que recordar que Trump es ante todo un empresario, y China sabe negociar con empresarios: Trump está libre de limitaciones ideológicas de republicanos y demócratas, por lo que un pragmatismo podría iniciar una agenda de compromisos con Beijing en muchos temas, a pesar de una posible crisis a corto plazo en la relación bilateral.
Coordinador del Programa de Estudios Asia-Pacífico del ITAM