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Texto: Carlos Villasana y Ruth Gómez
Fotografía actual: Alonso Romero
Diseño web:
Miguel Ángel Garnica
Hace unos cuantos años, para muchos habitantes o visitantes de la capital resultaba atractiva la idea de visitar los alrededores del Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México (AIBJCM) y contemplar la llegada o salida de decenas de aeronaves, que coordinados por la torre de control, hacían una danza de alta precisión por los aires.
Hoy, con todas las medidas de seguridad y las restringidas vías de acceso que tiene el AIBJCM, la tradicional visita al aeropuerto es cada vez menos frecuente. En esta ocasión, EL UNIVERSAL hace un recorrido gráfico de cómo eran los sitios donde se congregaban decenas de familias para poder presenciar la llegada o salida de aeroplanos a nuestra capital.
A principios del siglo pasado, los cielos mexicanos conocieron por primera vez a una máquina aeronáutica, con el primer vuelo nacional efectuado por Alberto Braniff, descendiente de una familia de grandes riquezas y que estaba inmersa en la industria ferrocarrilera.
Los aviones en México
Alberto, fascinado con los también conocidos como “pájaros de metal” que vio alguna vez durante su visita a Francia, decidió que él adquiriría una aeronave y la volaría en México. Después de la odisea que significó transportarla, el avión llegó a la ciudad y tuvo se utilizó por primera vez en enero de 1910, en los terrenos que empezaban a perfilarse como sitio para la llegada de los aviones: los llanos de Balbuena -que en ese entonces estaban a las afueras de la capital-.
El acontecimiento levantó la curiosidad no sólo de los miembros “comunes” de la sociedad, sino también de la clase política y para noviembre de 1911, México marcaría al mundo al ser el primer país donde un mandatario, en este caso Francisco I. Madero, abordaría un avión y se elevaría por los aires.
Durante la época revolucionaria y después, bajo el mandato de Venustiano Carranza, Balbuena se convirtió en una zona militar, donde llegó el famoso aviador estadounidense Charles Lindbergh en 1927, a bordo del avión “El Espíritu de San Luis”, máquina que había acompañado al piloto en su hazaña que le valió fama y reconocimiento internacional, el haber hecho el primer vuelo sin escalas de Nueva York a París.
Conforme pasó el tiempo, la tecnología aplicada a las aeronaves fue mejorando, lo que conllevó a que se asfaltaran las pistas con la intención de crear un aeropuerto en forma en el que tanto despegues como aterrizajes pudieran efectuarse con seguridad y control. En 1939 se inauguró el Puerto Aéreo Central de la Ciudad de México y cuatro años después, se decretó a nivel federal que sólo en este puerto estaría permitida la entrada y salida de aviones a nivel nacional e internacional.
Bajo ese nombre operó por casi tres décadas, hasta que a principios de los sesenta se le bautizó como Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Una vez más, los avances tecnológicos y el crecimiento de la flota aérea, aerolíneas, trabajadores, servicios para los viajeros (comidas o tiendas) y evidentemente, la cantidad de personal de seguridad federal demandó que las instalaciones fueran ampliándose paulatinamente, hasta llegar a ser lo que es hoy en día.
Fue en 2006 que el aeropuerto obtuvo de manera oficial, el nombre de Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México y en la actualidad cuenta con dos terminales, una dedicada a los vuelos nacionales y otra a los internacionales.
Los años no sólo trajeron una expansión para el aeropuerto, sino también para la misma ciudad. Los habitantes de la capital fueron aumentando y lo que a principios del siglo pasado eran los “extremos” para los años cincuenta ya eran complejos habitacionales y barrios enteros: el aeropuerto quedó incrustado en la zona oriente, una de las más transitadas del entonces llamado Distrito Federal.
Quizás por esto mismo, aunado a la admiración que provoca verlos volar, los citadinos desarrollaron cierta fascinación por alzar la vista y hacer ademanes de despedida, dejando a la imaginación pensar que si es cierto que desde las alturas la gente se ve “como hormiguitas”, alguno de los tripulantes pudieran ver que alguien les desea buen viaje. Pero no era lo único, sino también el ir a las inmediaciones del aeropuerto y admirar a esas enormes máquinas que se veían diminutas en los cielos.
Jorge Rocafort, apasionado de la aeronáutica, comenta a EL UNIVERSAL que cuando él era niño solía ir con sus padres al mirador que estaba dentro del aeropuerto, a la altura de la vieja torre de control -que todavía existe, pero tiene otra función-: “Había un acceso a mano derecha del Wings. Tenían una pequeña taquilla donde te vendían la entrada, que costaba uno o dos pesos, después debías subir una escalera y pasar por un torniquete parecido a los del metro y justo dando la vuelta, estaba la terraza.”
La terraza no era de una extensión enorme, pero había espacio suficiente para más de veinte personas, donde también había una “tiendita” donde vendían recuerdos, fotografías, llaveros, o las clásicas papas, refrescos o sándwiches. Jorge recuerda que cuando los aviones llegaban, se hacían todas las maniobras y siempre había uno que se estacionaba debajo de la terraza “tenías al avión abajo de tus pies, era todo un espectáculo porque los veías pegaditos con los motores prendidos.”, dice entusiasmado.
“Dice mi papá que en los años cincuenta el mirador contaba con unas jardineras donde la gente se podía despedir de los aviones, a nivel piso. En esa época y en la que a mí me tocó, nadie te molestaba por estar ahí, ni había problema con sacar fotografías”, fotografía de la década de los cincuenta. Cortesía Jorge Rocafort.
Otro punto que visitaba la familia Rocafort era al otro extremo del aeropuerto, donde hoy se encuentra la nueva torre de control: “junto a la nueva torre había una parte que se llamaba “Aviación General”, donde aterrizaban los vuelos privados. Era típico que la familia se fuera un domingo a desayunar ahí porque gracias a los vitrales había una hermosa vista hacia el aeropuerto, pero a diferencia del otro lado es que ahí sólo veías aviones chiquitos, ya fuera de empresarios o cualquiera que pudiera comprar o rentar un avión. Mi familia me dice que alguna vez llegamos a ver a alguien famoso, pero no lo recuerdo con claridad, lo más probable es que sí, porque cuando bajaban del avión toda la tripulación se veía y algunas hasta te saludaban.”
Así lucía la vista de la pista de “Aviación General” en 1975, desde el restaurante que visitaba el entrevistado con su familia. Cortesía Jorge Rocafort.
Como parte de las labores de ampliación del aeropuerto, se optó por cerrar los miradores al interior y empezar a hacerlos afuera, sobre la barda perimetral. En los años setenta aparecieron tribunas rodeadas de malla -que empezaron a ser llamadas “jaulas”- y contaban con butacas de concreto, muy parecidas a las de los estadios de fútbol.
La más famosa era la que estaba frente a una franquicia de hamburguesas, que conectaba un espacio con otro a través de un puente peatonal -que hasta nuestros días se le conoce como “MacPuente”-; lo malo de estas tribunas, que más adelante su estructura no sería del todo funcional y resultaban ser muy peligrosas, ya que estaban encerradas, tenían puertas y en una avenida tan poco transitada por peatones se volvió un foco de inseguridad.
La azotea del estacionamiento de la primera terminal y la Avenida Hangares también sirvieron como escenario para que decenas de familias se acomodaran y contemplaran a los aviones. En el estacionamiento las familias se apresuraban para ganar espacio en el último piso, mientras que en la avenida se colocaban frente a la reja, debajo de donde ahora pasa un tren que conecta a una terminal con otra.
Jorge nos comenta que durante su infancia visitó ese punto en innumerables ocasiones y que recuerda cómo se iban estacionando un carro tras otro para llevar a los niños a que conocieran a los aviones: “nunca faltaba la botana”, comentó. Sin embargo, las modificaciones que se le fueron haciendo al aeropuerto terminó con el estacionamiento e hizo menos ancha la banqueta de la avenida.
Uno de los recuerdos más preciados que tiene de sus constantes visitas al aeropuerto, fue con la llegada del avión supersónico Concorde a México: “en ese entonces los modelos que había en el país eran los Boeing 727 que tenía Mexicana y los McDonnell Douglas de Aeroméxico, sólo esas dos líneas aéreas. El Concorde estaba viajando con la ruta París - Nueva York - México y era todo un espectáculo porque era supersónico, hacía un ruido impresionante, tal avión militar de la actualidad. Volaba a 2 mil 200 km/h cuando lo normal -hasta ahora- es 950 km/hr, ¡de París a Nueva York se hacía 3 horas!
“Vino sólo unos cuantos años y siempre era los domingos y los miércoles, llegaba como a las siete de la noche y se iba a la mañana del día siguiente, era increíble verlo porque cuando aceleraba para despegar salía fuego por los quemadores. ¡Imagínate! Hangares se atascaba porque la gente quería verlo”, narró para EL UNIVERSAL.
Así lucían los aviones Concorde desde el mirador de Avenida Hangares.
El último mirador oficial del aeropuerto fue eliminado en 2003 tras las ampliaciones y hoy, los únicos sitios con “historia” donde se puede ver -en ángulos y puntos- a las aeronaves son el MacPuente y ciertos tramos de Avenida Hangares.
Le preguntamos a Jorge su opinión sobre la fascinación que para el ser humano significa el vuelo de los aviones, nos comentó que lo más probable es la sorpresa que algo tan grande se pueda elevar por los aires, la potencia del sonido y la destreza de los pilotos para poder controlar algo tan monumental y más cuando lleva a más de cien personas a bordo.
La agonía de una tradición
Sobre su pasión por los aviones, Jorge nos dijo que desde pequeño él soñaba con ser piloto “mi vecino fue de los pioneros de Aeroméxico y él me llevaba a su avión. Mi primer vuelo fue a Acapulco y dice mi mamá que antes de subirme estaba muy emocionado y cuando vi al avión de cerca, me asusté, seguramente me di cuenta de que era enorme”, nos contó entre risas.
Sin duda el ir a ver a los aviones era algo muy tradicional, es más varios de los que son pilotos ahora es porque fueron de pequeños con sus familiares, como el caso de Favián Juárez: “a mí no me tocaron los miradores puesto a que tengo 25 años, pero de pequeño sí fui con mi familia afuera del Metro Hangares a ver los aviones y recuerdo que vendían de todo sobre la banqueta, traían juguetitos de aviones.”
El piloto nos dice que él consideraría ideal la construcción o apertura de un mirador oficial del aeropuerto, ya que esto permitiría que más gente se acercara al medio y que naciera de nuevo el amor de los niños hacia la aviación, porque “se escucha que a futuro, hará falta gente que quiera o pueda volar aviones”.
Esto último quizás va de la mano al motivo que Jorge encuentra en la pérdida de la tradición: existen nuevos intereses en las mentes de los jóvenes, quizás ya no hay tanta sorpresa como la que teníamos “antes” y también que ya existen decenas de formas en las que la familia puede convivir o pasar tiempo juntas.
Sin embargo, la realidad es que los aviones nunca dejarán de maravillar a uno que a otro. La intención de los miradores era que la gente pudiera conocerlos, sin importar que fuera de lejos, porque gran parte de la población en el país nunca podrá darse el lujo de viajar en uno de ellos. Quizás era muy tradicional porque las opciones de diversión o distracción eran menos, la gente que iba y sigue yendo a Hangares es porque no tiene la posibilidad de viajar en uno y mucho menos conocerlo por dentro.
Otra de las iniciativas que existen en la ciudad para que se pueda conocer a un avión por dentro, fue hecha por la Delegación Venustiano Carranza en 2005, cuando consiguió que Aerovías Caribe les donará el avión McDonnell Douglas DC9-14 llamado “Tlatoani” en marzo de ese mismo año. La aeronave, diseñada en 1970 y que realizó 60 mil vuelos, pasó de viajar por los aires a hacer que quienes la abordaran dejaran volar su imaginación al convertirse en una biblioteca pública, la única en su tipo y que hasta el día de hoy se encuentra en la explanada delegacional.
"Esta foto la tomé en noviembre de 2001, aún era común ver a familias enteras, aficionados y fotógrafos de aviación (spotters) disfrutando de la llegada y salida de aviones durante los sábados y domingos en Av. Hangares. No faltaban los clásicos vendedores de chicharrones, raspados y avioncitos de juguete”, Jorge Rocafort.
A modo de despedida, Jorge nos compartió un pequeño sitio donde se puede admirar la belleza del aterrizaje y despegue de los aviones sin que nadie los moleste: la terraza de la casa de Juan “es tranquilo, muy familiar, puedes sacar tu cámara profesional sin problema y mientras te comes una hamburguesa, ves llegar uno tras otro”.
Y como dijo, Carlos Tavera, ingeniero aeronáutico al que sondeamos “el avión es un máquina espectacular porque es hermoso, tiene características peculiares que lo hacen único y atractivo. A mí me gustan mucho porque me inspira saber que el hombre, fue capaz de hacer algo tan hermoso para literal, volar”.
Así es la vista desde la azotea de Casa de Juan, donde todos los fanáticos de la aviación podemos llevar nuestras cámaras y tomar fotos sin ningún problema. Cortesía.
Juan observando un despegue desde la terraza de su casa, en la azotea. Vista espectacular del Aeropuerto que pareciera a unos metros.
Fotografía principal:
Postal familiar que retrata a un sonriente niño con su hermano en las inmediaciones del aeropuerto que, al igual que la gente del fondo, están a la espera de ver pasar a algún avión. Colección Villasana-Torres.
Fotografía antigua:
Colección Villasana-Torres y Cortesía Jorge Rocafort.
Fuentes:
Jorge Rocafort. Favián Juárez, piloto. Carlos Guerrero, Artículos: “Convertirán avión en biblioteca pública” de Lil Valadez, EL UNIVERSAL. “El antiguo aeropuerto y el mural de Juan O’Gorman” de Jorge Vázquez Ángeles, Universidad Autónoma de México. Sitio web oficial del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.