Texto: Xochiketzalli Rosas
Foto actual: Mario Caballero y Yadin Xolalpa
Diseño web: Miguel Ángel Garnica
Una serie de ruidos provenientes de un transmisor llama su atención por un momento. Es un aparato de radio telegrafía sobre una mesa a unos metros de distancia del grupo de hombres y mujeres que degustan un plato de panza, de chilaquiles o de fruta con queso cottage. Todos, en automático, dejan los alimentos y prestan atención a lo que escuchan.
“Para usted quizá son sólo ruidos; para nosotros son mensajes”, me dice don Eli Castro, un telegrafista jubilado que estuvo en servicio más de 30 años. Él también presta atención y luego dice: “Están felicitándonos”, dice de nuevo y termina: “Escuche con atención: hay sonidos cortos y largos; escuche eso, no la velocidad, y podrá descifrar el mensaje”.
Después un estruendo de aplausos estalla en aquel restaurante del centro de la Ciudad de México donde 105 hombres y mujeres, la mayoría de más de 70 años de edad, se han reunido para celebrar su día: el del telegrafista.
Y aunque faltan cuatro días para la conmemoración (14 de febrero) estos telegrafistas jubilados provenientes de Quintana Roo, Guerrero, Aguascalientes, Chiapas, Ciudad de México y otras entidades del país se encuentran por vigésimo segundo año consecutivo para festejarse y recordar todas aquellas anécdotas de los años en que enviaban mensajes a través de la clave morse.
Cuando cada uno de ellos, jóvenes que no rebasaban los 20 años, aprendieron el lenguaje de los puntos y las rayas para construir palabras, números y signos de puntuación para enviarlos a través cables y lograr la comunicación inmediata. Porque eso se lograba con el telégrafo: la comunicación instantánea en una época en la que los mensajes a través de cartas de felicitación o de condolencia demoraban semanas o meses; con el telegrama se lograba que llegaran al destino en cuestión de minutos.
“Era comunicación inmediata, ahora diríamos en tiempo real. Se enviaba un impulso corto y en ese mismo instante llegaba al destino sin importar el kilometraje”, dijo en entrevista con EL UNIVERSAL Mónica Irene Nieto, trabajadora de Telecomunicaciones de México y una de las guías del Museo del Telégrafo.
Así lo recuerda el señor Melitón Ancona, oriundo de Champoton, Campeche, y quien estuvo en Telégrafos de México durante 35 años: “Ahora no tenemos la misma habilidad de cuando estábamos en activo, que era rapidez y claridad, pues hasta nos tocaba transmitir los informes presidenciales cada año, las más de 100 hojas que lo integraban, todo en clave morse”, me dice mientras se organiza con su compañero Gustavo Robles para hacer una demostración.
El señor Melitón comienza en el aparato de radio telegrafía (el cual tiene mayor velocidad al momento de reproducir los sonidos de la clave morse) a codificar el mensaje que lee escrito en una hoja y que sólo él y yo conocemos. Gustavo, por su parte, comienza a decir la palabra que va construyendo con los sonidos emitidos: “Feliz día del telegrafista”.
Luego uno a uno van pasando al aparato y transmitiendo distintos mensajes para que sus compañeros los descifren, incluida María Concepción Terán, quien fue telegrafista en Fresnillo, Zacatecas durante 28 años.
“Yo era una buena telegrafista, pero ahora mis manos ya están entumecidas. A veces practico porque yo aún conservo mi aparato”, dice la mujer que ahora radica en Aguascalientes y que cuando se inició en esta profesión era la única mujer de un grupo de 10 telegrafistas.
“Siempre fueron pocas mujeres, pero sí había, y éramos respetadas por los compañeros. Este lugar de trabajo incluso servía para crear parejas que se enviaban mensajes. Así me enamoré del amor de mi vida… fuimos novios, pero nunca nos casamos”, relata con la mirada clavada en los recuerdos, mientras sonríe.
Es ahí cuando noto que cada uno usa el aparato telegráfico a su modo, desde la forma en que lo toman hasta cómo marcan los puntos y las rayas para formar las palabras. Los sonidos que emiten se convierten en su voz.
“A veces no nos veíamos porque estábamos a cientos de kilómetros de distancia cada uno en sus respectivas estaciones en los estados donde vivíamos, pero con sólo oír el primer mensaje ya sabíamos quién era. Además todos teníamos sobrenombres. Nos daban letras a cada uno para identificarnos”, narra el telegrafista Soto Martínez.
Precisamente de él sus monograma (que podía estar integrado de dos o hasta tres letras) era S. M., las iniciales de sus apellidos, pero como la de su hermano era S y lo habían apodado “Satanás”, a él lo apodaron “Satanás Menor”.
Entonces, cuando iniciaban su jornada laboral que era de seis a siete horas, “en cada telegrama se ponía el monograma del que lo que recibía y del que lo transmitía. Para con eso hacerlos responsables de los errores”, precisa el señor Melitón, cuyo monograma era I. L. (India Lima).
Así, esos hombres y mujeres tenían la habilidad de usar las dos manos para sus labores. Mientras que con la derecha, quienes eran diestros, iban transmitiendo (codificando en clave morse el mensaje), con la izquierda iban bautizando los telegramas (les escribían su monograma y la hora en que lo hacían).
Las sanciones por algún error dependían de la labor. Si era un giro, a veces ellos tenían que reintegrar el importe del dinero transferido, y si era un error de dedo u ortográfico se enviaba un memorándum a su expediente. Esto podía afectar sus promociones para los ascensos, ya que si tenían en su expediente memorándums con llamadas de atención por errores, a la hora de aplicar a una plaza superior eso se les tomaba en cuenta para dárselas o no.
Así, estos telegrafistas de oído transcribían a mano o máquina, en su momento, el mensaje que recibían o el que les pedían enviar. Y en el registrador de cinta se imprimía el mensaje para que también fuera un comprobante de lo que se había dicho. Esto, al menos en México, existía para una aclaración, por normatividad.
—¿Cuánto era el costo de un telegrama? —le pregunto a uno de los organizadores del desayuno del festejo, mientras el resto de los telegrafistas canta con el trío.
—Diez palabras, tres pesos —dice Gregorio Ruvalcaba Mercado, telegrafista que inició en la profesión a los 18 años en su pueblo Yahualica de Gonzalez Gallo, Jalisco y que tuvo la oportunidad de ser del equipo de telegrafistas que transmitió la inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos del México 68 y apunta—: y había tres turnos y en todos había muchos telegramas y giros que enviar.
—¿Había alguna época en la que la gente enviara más telegramas?
—Sí, el Día de las Madres, el Del amor y la Amistad, en Navidad y en Año Nuevo. En esas épocas se triplicaba el trabajo de mensajes que enviaban. Por ejemplo, yo que trabajaba en el horario nocturno con grupo de 170 telegrafistas, en un día normal cada uno mandaba un promedio de 100 a 150 mensajes, lo cual dependía de la estación en la que se estuviera. Guadalajara y Monterrey tenían mucha demanda, y para otras ciudades más pequeñas el envío era menor.
—¿Y en clave morse cuántas palabras por minuto transmitían?
—Lo más rápido que registré fueron 525 pulsaciones por minuto en el perforador, en el morse en el vibro no se puede contabilizar. A veces el mensaje era tan rápido que se tenía que cortar un momento para poder captar todo el mensaje. Pero eso sí nunca se me iba algo equivocado. Mientras recibía a la par escribía el mensaje.
De Central Telegráfica a Museo
La invención del telégrafo no fue obra de una sola persona, sino la coronación del esfuerzo y la creatividad de muchos hombres durante varias décadas. Sin embargo, el estadounidense Samuel Morse fue el primero en implementar la tecnología y el sistema de transmisión que cobraría fama y difusión en todo el mundo.
El telégrafo morse es un sistema de comunicación que opera mediante impulsos eléctricos y se basa en un lenguaje y se basa en un lenguaje cifrado de “puntos y rayas”, que con los años se convertiría en el más popular de los medios de comunicación.
Así, este invento llegó a México a través de Juan de la Granja, un español naturalizado mexicano, quien tras una temporada en México viajó a Nueva York, donde vivió 20 años, desempeñándose como librero, periodista y, posteriormente, cónsul general de México. A su regreso a tierras aztecas en 1847, De la Granja, dotado de un extraordinario talento organizador y con la intención de establecer el telégrafo consiguió accionistas para su nueva empresa.
Juan de la Granja trajo de Estados Unidos a cuatro telegrafistas que fueron los encargados de transmitir el conocimiento a los mexicanos; entre ellos estuvo José M. Ocampo con sus dos hijos y un sobrino, éste último llamado Miguel Vázquez Mellado se convertiría en el primer telegrafista mexicano.
Así, De la Granja alojó en una casa del centro de la Ciudad de México todo el material necesario para instalar la primera oficina telegráfica, al cual se ubicó el número 6 de la segunda calle de las Damas esquina San Felipe Neri, actualmente calle Bolívar y República de El Salvador.
La primera demostración telegráfica que hace ocurrió en mayo de 1850. Del Palacio de Minería a Palacio Nacional. Un año después, en 1851, se inauguró el primer tramo de la primera línea telegráfica, el cual comprendía de la Ciudad de México a Nopalucan, una pequeña población en Puebla, que después cambió su nombre a Nopalucan de la Granja en su honor.
Para 1854 se contaba apenas con 608 kilómetros de líneas, cinco oficinas públicas y once empleados, pero el rápido crecimiento de la red para 1856 estaban intercomunicadas la Ciudad de México, Veracruz, Toluca, Morelia, Guanajuato, León y Guadalajara.
Sin embargo, es la época de Porfirio Díaz cuando se da la época de oro de este medio de comunicación, pues logra su consolidación cuando el general manda establecer una red nacional, creando así la Dirección General de Líneas Telegráficas Federales. El objetivo era comunicar a todo el país de manera rápida y eficiente.
Así, entre 1877 y 1882 se instalaron 16 mil kilómetros de líneas y se abrieron 264 oficinas con más de de mil empleados, con un servicio anual de 500 mil mensajes transmitidos. Además, con las vías de ferrocarril se construyeron también las líneas telegráficas.
Precisamente Díaz mandó construir la sede de la Secretaria de Comunicaciones y Obras Pública en el edificio que en la actualidad se ubica en la calle de Tacuba en el centro de la Ciudad de México y ahí mismo se instala la Central de telégrafos de la ciudad (hoy en día la sala del Museo del Telégrafo).
“La gran relevancia del telégrafo radicó en que era confidencial, directo, seguro, rápido. Fue importante en época de paz y en época de guerra. En el país permitió el avance de la Revolución; la guerra quizá no llegó a los lugares más alejados, pero la revolución como tal sí, porque por medio del telégrafo estaban informados. Por eso, siempre había un telegrafista a un lado de un presidente”, narra Mónica Irene.
Así lo relata el telegrafista Gabriel Martínez Magaña, quien tuvo la labor de ser telegrafista del entonces candidato a la presidencia, Gustavo Díaz Ordaz y después cuando fue presidente; también del presidente Luis Echeverría, José López Portillo y Carlos Salinas de Gortari.
“Mi labor consistía en recibir la síntesis informativa de los periódicos para hacérsela llegar al presidente o candidato por las mañanas muy temprano, al medio día o a veces en la tarde cuando se generaban algunas informaciones. Lo mismo para todos los medios que iban a las giras. Todo a través de clave morse”, relata el hombre que estuvo en telégrafos durante 35 años.
Este hombre, originario de Isla Mujeres, Quintana Roo, por el buen trabajo que desempeñó en presidencia en 1968 en los Juego Olímpicos en México, cuatro años después fue enviado a los Olímpicos de Múnich en Alemania.
“En ese evento se buscó designar al mejor operador o telegrafista del mundo o de los que asistimos al centro de prensa en Alemania, y yo ocupe el primer lugar. Mi premio fue regresar dos años después a Frankfurt, al mundial de fútbol”.
En honor de los telegrafistas
Fue un 14 de febrero de 1933 que los telegrafistas mexicanos tuvieron una huelga luego de que por decreto presidencial se anunció la fusión de telégrafos y correos. Los primeros estaban en desacuerdo porque consideraban que no había comparación en las actividades entre las dos profesiones, pues ellos eran gente más preparada.
“Un telegrafista estaba capacitado para instalar su equipo, las líneas, para producir la energía, para darle mantenimiento a la línea como al aparato; era como un ingeniero. Sabía escritura, ortografía, obtenía un lenguaje especial porque se cobraba por palabra y si se necesitaba economizar el mensaje él lo lograba; por eso hay mensajes chuscos como ‘saludote’, en lugar de ‘te saludo’, una palabra en lugar de dos”, asegura Mónica Irene Nieto.
Así ante esta inconformidad es que se van a huelga, pero no se logra nada. La separación de estos dos personajes se da el 19 de febrero de 1942, que es cuando se instaura el 14 de febrero como el Día de los Telegrafistas, como una forma de honrar a los compañeros que en 1933 suspendieron sus labores para protestar por algo que les parecía injusto.
Otra de las cosas que se crearon en honor de estos nobles profesionistas fue su himno, el cual se creó en Guadalajara el 11 de enero de 1947; mientras que en 1954 se instauró el Concurso para el Mejor Telegrafista de todo el país, el cual cada año recibía un diploma y una medalla de oro de manos del presidente. Al ganador se le premiaba la velocidad y la ortografía (no debía haber errores).
“Adiós, mi querido Morse, adiós…”
El señor Juan Orozco Gutiérrez tenía 17 años cuando se convirtió en telegrafista, aunque a los 14 años de edad aprendió la clave morse. Su primera plaza la tuvo en Villa Azueta, Veracruz en el horario nocturno; su primer día de trabajo fue un 1 de marzo de 1945, lo recuerda con precisión.
Durante 55 años de trabajo en su profesión llegó a conseguir transmitir 52 palabras por minuto, salvo la vez que ganó el segundo lugar en el Concurso al Mejor Telegrafista, cuando consiguió 70 palabras en un minuto, y quedó en segundo porque tuvo un error, mientras que el primer lugar el mismo número de palabras por minuto, pero sin ningún error. La medalla que ganó se la entregaron en el Palacio de Bellas Artes.
Pero lo más importante que le pasó, dice don Juan, es que le tocó presenciar el momento en que se apagó la clave morse en México. Justo ocurrió en lo que era Central de Telégrafos en la Ciudad de México, ahora el museo. Era el 5 de noviembre de 1992. El telegrafista Romeo Jiménez Gómez fue designado oficialmente para suprimir el sistema morse de los telégrafos mexicanos. El último mensaje fue enviado desde la central a Nopalucan de la Granja, Puebla, donde había tenido su origen hacía casi 150 años atrás.
Don Juan Orozco escuchó y descifró el mensaje que don Romeo Jiménez agregó al final del anuncio: “Adiós mi Morse querido, adiós…”.
“Sentí mucha nostalgia porque desaparecía el telégrafo con morse en todo el país; ese lenguaje con el que todos nos comunicamos y que hoy seguimos identificando”, narra don Juan con un leve suspiro.
Y aunque se acabó la clave morse, no así la telegrafía; esa sigue vigente.
“Los servicios analógicos evolucionaron y los mensajes de telegramas y giros siguen llegando a todo el país, ahora por medios computarizados y digitales, pero siguen vigentes”, asegura Mónica Irene, quien también da la cifra de que existen más de 1700 oficinas telegráficas en todo el país.
¿Los telegramas todavía existen?
Una pareja entra a la oficina de telégrafos ubicada en Eje Central. El hombre de más de 70 años pide una papeleta, porque antes, dice, quien quería mandar un telegrama tenía que llenar una hoja con el nombre y dirección de la persona a la que le enviaría el mensaje, y el telegrafista se encargaba de transmitirlo una vez que revisaba el número de las palabras y que todo estuviera correcto.
—¿Ya no usan las papeletas? —le pregunta al operador detrás del cristal.
—No ya no, señor —le responde Jorge Alberto Román Mata, operador de Telecomunicaciones de México, como se llama actualmente Telégrafos de México.
Entonces la mujer que lo acompaña comienza a dictar los datos de la persona a la que enviara el telegrama, ya no los escribe en un trozo de papel porque ahora se capturan directo en la computadora. “Ya encontré la dirección”, le dice feliz al operador.
“María perdí todo contacto contigo. Comunícate conmigo a los siguientes teléfonos…”, dicta la mujer. Jorge captura en la computadora cada dato y letra del mensaje; después verifica con la mujer que todo esté correcto. Enseguida envía el telegrama hasta Tultitlán, Estado de México.
Veintitrés pesos con 20 centavos es el costo del telegrama. La pareja paga y abandona la pequeña oficina telegráfica.
“La gente sigue usando el telegrama para enviar felicitaciones, condolencias, citatorios, enviar dinero. Es un servicio confiable y rápido. Este telegrama que acabo de enviar mañana ya llegó a su destino, y eso porque es un servicio ordinario; el urgente es más rápido pero cuesta el doble. Ahora son 30 palabras por 23.20 pesos, si son más el sistema da el costo, lo mismo con el número de boleta, porque también antes lo asignaba el telegrafista. En la actualidad todo es más fácil, pero en esencia es lo mismo”, dice el hombre que lleva 28 años en esta profesión.
Y asegura que si la gente ahora no usa mucho este servicio es porque las oficinas están muy escondidas y reconoce que algunas han cerrado, y las que han reubicado es en zonas donde la gente las usa más.
“En provincia se llevan a las ciudades, principalmente, pero también a varios kilómetros alejados de la ciudad para darle el servicio a las comunidades rurales. También por ubicarse en ciudades con conflictos, hay unidades móviles que cubren programas sociales; por ejemplo, de 65 y más donde hay personas mayores que no pueden desplazarse y la unidad móvil de Telecomm llega”, relata Jorge.
Ahora también con los nuevos servicios telegráficos y financieros que van de telegramas, pago de recibo telefónico, remesas internacionales, servicios bancarios, pago de luz, gas, tv de cable, pago de boletos de avión, pago de nóminas, becas y pensiones y recargas de tiempo aire, y fonotelegrama, el cual te cobran al mes en tu recibo de teléfono, pero, asegura, hay gente que acude a la oficina porque quiere conservar el recibo.
“Viene gente de todas las edades, una personas mayor viene a enviar un giro o un telegrama por San Valentín, tengo una clienta de 70 años que cada año le envía un telegrama a un amigo que tiene; o jóvenes que van por una recarga para su celular, porque es otro de los nuevos servicios. Nosotros estamos entre el pasado y el presente. Pero es muy bonito. Yo estoy muy feliz”, dice Jorge.
Fotos antiguas: Museo del Telégrafo y Archivo de EL UNIVERSAL.
Fuentes: Visita guiada al Museo del Telégrafo y entrevistas con telegrafistas jubilados.