En los últimos meses he ido con frecuencia a la sede principal del INE, que está en la convergencia de Periférico Sur y Viaducto Tlalpan (en la CDMX). Tras varias visitas, aprendí que al tiempo que me toma llegar en auto a ese lugar debo añadir, invariablemente, entre treinta y cuarenta minutos más por el atasco vial que se forma en la única salida disponible de los carriles centrales del Periférico hacia Tlalpan. En rigor, esto no tiene nada de especial: todos los días pasa lo mismo en muy diversos puntos de la capital.

Lo que me hizo pensar que valía la pena escribir sobre ese embotellamiento permanente, es que la única razón por la que se detiene el tránsito en ese lugar es la falta de educación cívica de los conductores, mientras que el motivo que me ha llevado al INE ha sido el diseño de una estrategia nacional de cultura cívica. Vaya ironía. Dedico muchas horas a las deliberaciones sobre la mejor forma posible de mejorar los valores democráticos del país, pero debo planear recorridos que toman también muchas horas, debido a la necedad de quienes, creyéndose más listos y más audaces, se niegan a utilizar el carril adecuado para tomar la salida correcta del Periférico y no hacen sino bloquear el tráfico colectivo.

En las discusiones sobre cultura cívica, hemos hablado con insistencia sobre la contradicción que hay entre la divulgación de valores como la solidaridad, la tolerancia y la responsabilidad —aquellas virtudes de las que hablaba Victoria Camps— y el enfrentamiento cotidiano con una realidad que los contradice. Cada vez que me topo con esa salida bloqueada, voy pensando en esas contradicciones. Y constato también que los mexicanos que sobrevivimos en la capital del país —como en tantas otras ciudades— no nos sentimos corresponsables del espacio público que habitamos, porque tampoco lo sentimos como cosa nuestra.

Por supuesto que en esa salida bloqueada tampoco he encontrado jamás a una autoridad capaz de imprimir orden. La policía habilitada para ese propósito está mucho más ocupada haciendo valer el nuevo reglamento de tránsito (y cobrando jugosas mordidas bajo su sombra), mientras que los ingenieros y los funcionarios responsables de darle sentido a las vialidades están dedicando su tiempo a cosas más importantes.

Los conductores que pasan por ese lugar —y desde el segundo y hasta el tercer carril cruzan hacia la salida para adelantar apenas unos metros— no se sienten responsables más que de los vehículos que conducen, porque son de su propiedad. Pero no consiguen asumir que la calle que bloquean también les pertenece. Además lo hacen con cinismo y prepotencia: dos contravalores del civismo, del que seguramente se quejan cuando hablan de los funcionarios públicos, una vez que llegan a su casa creyendo que se ahorraron tres minutos, cuando en realidad perdieron veinte. Quienes actúan de esa manera se cobijan además en la violencia. Cada dos minutos se repite el juego de la gallina: gana la salida el más macho, el más gandalla. Y cada nuevo abuso de poder fáctico, se premia con el sometimiento de quien guardó la fila.

Es sólo un ejemplo, pero también una metáfora, de los muchos defectos de nuestra convivencia. Un espacio público —un pequeño punto, una salida— del que nadie se siente responsable, porque nadie se siente su verdadero dueño, con autoridades ausentes o incapaces, en un ciclo perverso que se repite cada día, por muchas horas. Por supuesto que es deber del Estado impedir que esos ciclos sigan sucediendo. Pero en algún momento, la indignación que sentimos contra la corrupción, la impunidad y la violencia tendrá que reflejarse, también, en el espejo de nuestras prácticas inaceptables. No todo puede ni debe venir de arriba, sino desde abajo y desde adentro de nuestra propia identidad.

Investigador del CIDE

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