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El legado de la administración de Enrique Peña Nieto se juega, más que en las publicitadas reformas estructurales del primer trienio, en la reconstrucción de las garantías institucionales para los derechos humanos, hoy en plena crisis.
Tlatlaya, Ayotzinapa, Apatzingán, Ostula, La Calera, son sólo algunos de los eventos que pusieron en evidencia que no es posible avanzar en la agenda de reformas políticas y económicas si no se adoptan medidas de emergencia frente a la impunidad prevaleciente en los más emblemáticos casos de violaciones a derechos humanos y corrupción. Durante 2015, la gravedad de la crisis que vive el país en este rubro quedó plenamente demostrada ante la comunidad internacional: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) así lo expresaron.
¿Cómo se puede comenzar a revertir esta crisis? En su visita, el alto comisionado propuso una agenda muy concreta: impulsar la reforma democrática de las policías; fortalecer las instancias de procuración de justicia para la investigación de las violaciones a derechos humanos; diseñar un programa para retirar paulatinamente a las Fuerzas Armadas de las tareas de seguridad que hoy realizan; y, finalmente, cumplir a cabalidad las recomendaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) que verifica técnicamente el caso Ayotzinapa, tanto en lo que concierne a esa investigación, como a sus propuestas de cambios estructurales.
Desde la perspectiva de la sociedad civil, es fundamental avanzar además tanto en reformas legales indispensables como en el acceso a justicia y verdad en casos de violaciones graves a derechos humanos. No se revertirá nuestra crisis mientras no contemos con el nuevo andamiaje legal en materia de tortura y desaparición forzada, que pese a que fue anunciado desde el decálogo presidencial del 27 de noviembre de 2014, sigue sin materializarse, al tiempo que se reduce el presupuesto destinado a la búsqueda de las personas desaparecidas. Más allá de la importancia de esta nueva legislación, no debemos obviar que en nuestro contexto los cambios legales son condición necesaria pero nunca suficiente: en un entorno donde la impunidad es la regla, resulta igualmente indispensable que se empiecen a lograr avances concretos en casos de abusos graves que permanecen sin ser investigados. Tan importante es modificar algunas normas como garantizar que militares, marinos, policías federales o agentes ministeriales que cometen torturas, ejecuciones o desapariciones forzadas sean sancionados conforme a la ley. En ambas líneas de acción, la profundización de la supervisión internacional —como lo muestra el ejemplo del GIEI— es indispensable.
Esta es, en suma, la agenda pendiente de derechos humanos que hoy, cuando conmemoramos un aniversario más de la Declaración Universal, querríamos ver anunciada. Sin embargo, todo indica que esto no sucederá. Las dimensiones de la crisis, mientras tanto, no dejarán de crecer, pero tampoco cesará la supervisión internacional: para 2016 se emitirá el informe final de la visita de la CIDH; también visitarán el país el relator sobre Defensores y Defensoras y el Subcomité sobre la Tortura, ambos de la ONU. Nuestro déficit nacional frente a los derechos humanos, pese a los discursos que hoy escucharemos, seguirá siendo señalado.
Director del Centro PRODH