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La era del Partido de los Trabajadores, que ha gobernado Brasil desde el 2003, llegó a su fin. El juicio político a la ex presidenta Dilma Rousseff que el Senado realizó, terminó en su destitución ayer.
Rousseff y sus defensores denuncian un golpe de Estado. Pero es probable que este juicio político más bien termine fortaleciendo a las instituciones y conduzca a una mejora de las políticas que han llevado al país a su peor recesión desde los años treinta y que hace poco eran consideradas un modelo a seguir por combinar estabilidad económica y políticas sociales ilustradas.
Descartemos de una vez la idea de que la destitución de Rousseff fue un golpe. Estemos o no de acuerdo con el resultado del juicio, se llevó a cabo de acuerdo a ley, y suponer lo contrario debilita la legitimidad del Congreso y la democracia brasileña. La Constitución delinea claramente cómo y por qué se debe realizar un juicio político, y la Corte Suprema ha avalado su legitimidad. Dado que ocho de los once miembros de la Corte fueron nombrados por Rousseff y su antecesor, Lula da Silva, el relato de un golpe es poco creíble.
La última vez que un juicio político destituyó a un presidente brasileño fue en 1992 y, tal como observan los analistas Diogo Costa y Magno Karl, fue recibido como una “victoria para la democracia” y terminó mejorando las políticas del país. (Y no es que el Partido de los Trabajadores-PT no crea en los juicios políticos. El PT intentó realizarlos contra los tres presidentes elegidos democráticamente que precedieron a Lula).
Este juicio también puede tener un impacto positivo. Ayudará a mitigar las políticas propias del capitalismo de Estado, a veces llamado capitalismo de compadres, que fueron la esencia de los gobiernos de Lula y Rousseff. La política del PT consistió en fortalecer los lazos entre el poder político y el económico bajo la idea de invertir en industrias estratégicas, generar alto crecimiento y financiar programas sociales como Bolsa Familia. Para eso, el Estado otorgó créditos fáciles a grandes empresas y empresarios. Los subsidios a través de los bancos públicos aumentaron de un 0.4% del PBI en 2007 a 9.7% en 2013.
En la práctica, se creó una relación enfermiza entre el poder político y el económico en la que grandes empresarios, con apoyo de créditos estatales, amparaban financieramente a los políticos importantes, quienes a su vez respaldaban a los empresarios. Los subsidios estatales eran tan importantes que para 2014 los bancos públicos tenían una cuota de mercado más grande que los privados y participaban en más de 700 empresas.
Estas políticas no eran sostenibles —incluso con el boom de materias primas que también llegó a su fin— y llevaron a que el Estado se endeudara a tasas de interés elevadas. Según Cuadros, lo que Rousseff llegó a “gastar en un año de pagos de intereses —dinero transferido a bancos y familias pudientes— sobrepasó doce años de gastos en el programa social Bolsa Familia”. La economía brasileña sigue contrayéndose, lo que ha implicado recortes a los programas sociales.
El modelo económico del PT también alentó la corrupción a gran escala. Los casos sobresalientes son el Mensalão, en el que se sobornaron a legisladores, y Lava Jato, en el que transferencias ilegales millonarias de la empresa Petrobras beneficiaron a importantes empresarios y políticos.
La sorpresa de Brasil es que esos casos han resultado en la detención y la condena de numerosas personas poderosas del mundo político y empresarial. Esto se debe a cambios institucionales y legales, como permitir que un acusado pueda delatar a otra persona a cambio de una reducción en su sentencia, y al nombramiento de fiscales, jueces y policías basado en el mérito. El juicio político actual, al hacer que la figura del presidente rinda cuentas, también fortalecerá las instituciones, como ocurre en estos casos.
Michel Temer, el nuevo presidente, parece tener un control del Congreso como no lo tenía Rousseff y planea reformas para controlar el gasto y abrir la economía. No hay que esperar medidas radicales, pero sí que Brasil ande por mejor camino.
Director del Centro para la Libertad y Prosperidad Global en el Cato Institute