Cuando Venustiano Carraza buscó la estabilidad del país a través de un Congreso Constituyente tras el enfrentamiento de los ejércitos Constitucionalista y Federal, hizo un cálculo correcto: la síntesis de los ideales revolucionarios, la garantía del Estado de Bienestar y el reconocimiento de los derechos sociales sólo podrían legitimar la refundación nacional a través de una nueva Constitución. La juridificación de la Revolución Mexicana y la fundación de un nuevo Estado para legitimar el ejercicio del poder público en una sociedad lastimada.
La Constitución de 1917 nació como la primera Constitución del Estado social. Estructura admirada por el pueblo alemán: un gran boceto para la Constitución de Weimar. Derechos sociales y su garantía normativa, por un lado; principios y valores para una división de poderes conformada por la distribución de competencias liberal, por el otro.
Sin embargo, fue casi todo el siglo XX del partido hegemónico en el poder. De una supuesta personificación de la defensa de la Ley Fundamental que el Constituyente de Querétaro nos había heredado.
La “no reelección” como lema para legitimar el silencio de las minorías. Un Congreso que seguía las directrices normativas del Ejecutivo, que hacía de su control parlamentario una fiesta en el informe anual presidencial.
La propia evolución democrática permitió el nuevo contrapeso de la oposición. El PAN ganó espacios en los gobiernos locales. Las minorías políticas lograron el reformulamiento de la calificación electoral y la reforma para la composición de nuestro Congreso: nuevos espacios atendiendo a la participación política de una sociedad que aspiraba al contrapeso en la composición representativa.
La garantía del diseño constitucional sólo podía hacerse efectiva en el reconocimiento de la pluralidad y en la limitación del poder. El aseguramiento de elecciones limpias no podía quedar en manos de los propios elegidos para el ejercicio del poder público. El establecimiento de un órgano ciudadano que cuidara esta aspiración de los Constituyentes, acercó más la visión del Teatro de la República a la realidad nacional casi ocho décadas después.
Sin embargo, las normas electorales, la composición de un Congreso más plural, la apertura política a nuevos partidos de izquierda y la conquista de nuevos Ejecutivos en las entidades federativas no era suficiente. La visión de nuestra Constitución aún no era democráticamente aceptable. Su percepción como Carta “de deseos” y no obligatoria, seguía defendiendo el propio nombre que nuestros fundadores nos indicaron: Constitución Política y no jurídica.
La propia garantía jurisdiccional de nuestra Norma Fundamental fue impensable durante prácticamente todo el Siglo XX. Si el partido hegemónico se había arrojado la facultad de su custodia, ¿para qué eran necesarios los modelos de control judicial de otros países, si las directrices políticas de un partido eran suficientes para legitimar el actuar del Estado?
El inicio de la garantía jurisdiccional de nuestra Constitución por la Suprema Corte coincidió con el cambio presidencial. La conquista del Poder Ejecutivo por la oposición sirvió de ejemplo constitucional para una percepción equilibrada del Poder de la Unión: Tres poderes, ninguno supremo. Distribución de competencias, ninguna ilimitada.
A casi 100 años de su aprobación, el valor de nuestra Constitución se hace patente en el largo proceso democrático que encierra. En el cada vez más fuerte y resistente lazo que los mexicanos sostenemos con la Convención del Teatro de la República de 1917. Su valor, el día de hoy, radica en haber hecho de las aspiraciones de un largo proceso de lucha democrática de los mexicanos una realidad tangible. En la celebración por aquellos demócratas que, durante 100 años, han sido leales a nuestra Constitución: forma jurídica de nuestra democracia.
Senador de la República