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El pasado fin de semana un amplio número de organizaciones, representantes del Estado mexicano, intelectuales y periodistas nos reunimos en Pheonix para conversar sobre la situación que enfrentan nuestros connacionales —especialmente migrantes indocumentados— tras las elecciones en Estados Unidos.
Durante siete horas escuchamos los testimonios desgarradores de madres, padres, hijos, hijas, hermanos y hermanas, quienes tejieron una imagen nítida del tamaño y la profundidad del problema migratorio.
Las historias de estas personas, que se vieron obligadas a dejar nuestro país, están poderosamente marcadas por todo tipo de discriminación. Muchas de ellas se marcharon, entre otras, porque eran discriminadas en México por razones como el género, la condición socioeconómica, la pertenencia étnica o su edad, factores que potencian la pobreza y la marginación.
Una mujer profesionista, por ejemplo, contó que fue arbitrariamente despedida por estar embarazada y, ante falta de alternativas, decidió buscar mejor vida en EU. Una niña relató cómo a los once años enfiló al norte porque su familia la había obligado a abandonar la escuela. La diáspora convertida en un destino que, pese a las dificultades, sigue siendo promesa de un futuro más promisorio.
Pero ese futuro está marcado por la falta de aceptación, ya sea por cuestiones del lugar de origen nacional, el color de la piel, la situación jurídica o la orientación sexual e identidad de género. Hoy un joven con una situación migratoria regular nos recuerda que tener o no papeles no es la única causa de exclusión que viven: las mujeres trans, con o sin documentos, no acceden a los trabajos; los jóvenes con situación migratoria regular no dejan de tener padres indocumentados y las poblaciones mexicanas no dejan de ser vejadas en el trato cotidiano.
El encuentro de Phoenix hizo público lo que es claro para la mayoría de las familias que han hecho sus vidas en Estados Unidos: prefieren permanecer allí, incluso si tuvieran que pasar una temporada indefinida en un centro de detención.
En los próximos meses veremos llegar a México un gran número de personas repatriadas. El desafío es romper la dolorosa y reiterada experiencia de discriminación que han sufrido estas personas a lo largo de su vida. Necesitamos entender que el regreso a México es traumático para muchos de ellos y ellas por factores como la separación familiar, la pérdida de trabajo y el rompimiento de sus esperanzas y anhelos.
En la práctica, además, al llegar a México las y los migrantes enfrentan una doble discriminación: por un lado una sociedad que los juzga por su forma de hablar y vestir o por considerar que traicionaron su origen; por el otro, las instituciones públicas aún no han logrado articular una política de Estado completa y congruente que atienda sus necesidades específicas y, sobre todo, les brinde la oportunidad de construir un proyecto de vida.
El desafío hoy inicia por repensar la identidad mexicana desde la binacionalidad: que ser mexicano o mexicana no excluya a quienes nacieron fuera de nuestro territorio, a quienes nunca han vivido aquí o a quienes hablan mejor inglés que español. Una mexicanidad que asuma, tanto hacia adentro como hacia fuera, su carácter multicultural y diverso.
Cuando logremos construir ese México, en el que todos tengan cabida, no escucharemos más frases como la de Sandra, una migrante indocumentada, que —para nuestra sorpresa— levantó la mano para preguntar si acaso era posible que las autoridades mexicanas la ayudaran a “repatriararse” a un país que no fuera México. Las vidas marcadas por la discriminación merecen ser reescritas.
Presidenta de Conapred