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Entre las múltiples características que hacen del conocimiento científico una herramienta fundamental para el avance técnico, social y moral de la humanidad, quizá una de las más destacadas y distintivas sea su alcance universal, ya que la ciencia en su mejor expresión y desde su práctica ética no reconoce ideologías ni fronteras, no sabe de prejuicios ni se amolda a preferencias personales.
Cuando se hace ciencia se investigan los principios universales que rigen a la naturaleza y al mundo concreto, de manera que las leyes de la física son las mismas aquí, en cualquier otro planeta y en todos los rincones del Universo, lo mismo que los organismos evolucionan y han evolucionado a lo largo del tiempo, creamos o no en este principio natural. Es por ello, por ser fuente de evidencias y conocimientos objetivos, que la ciencia es especialmente valiosa para la toma de decisiones. Contar con datos certeros e imparciales sobre el mundo y las relaciones que en él se dan nos permite actuar en consecuencia, de forma racional y desde un marco moral que nos guía con valores como la responsabilidad y el altruismo. Pero entonces, ¿qué ocurre cuando el Presidente del país más poderoso del mundo se niega a reconocer las evidencias científicas y habla en cambio de “hechos alternativos”? Lo que sucede es que se corre el peligro de que las decisiones sean tomadas con base en creencias personales que no guardan ninguna relación con el estado real de las cosas. Si yo camino en línea recta y encuentro un barranco, pero me rehúso a reconocer la pendiente y cambiar mi trayectoria, sin duda sufriré un accidente, independientemente de mi creencia en el “hecho alternativo” de que no existe ese despeñadero.
Esto es aún más peligroso si el hecho que no se reconoce requiere de medidas inmediatas para evitar una catástrofe global que amenazaría incluso el futuro de la especie humana, como es el cambio climático. Ya no es noticia que el presidente Trump “no cree” en el cambio climático, pero sus intentos por silenciar a los expertos y detener los estudios sobre el fenómeno siguen causando alarma dentro y fuera de la comunidad científica —con justa razón—. Es por ello que, como respuesta a las políticas anti-científicas del presidente Trump, la comunidad científica estadounidense se está organizado como nunca antes, al grado de existir ya candidatos de entre sus filas dispuestos a participar en la política nacional para asegurar que la ciencia tenga representación en los diferentes niveles de gobierno.
Por lo pronto, la comunidad científica está convocando a científicos y simpatizantes de todo el mundo a unirse en una gran Marcha por la Ciencia el sábado 22 de abril de 2017 (Día de la Tierra). Hasta el momento, dicha marcha tiene contemplada una movilización principal en Washington, con 287 marchas satélite en todo el mundo, así como otros eventos, entre los que se cuenta un seminario abierto en la Explanada Nacional (Washington, DC). El mismo día también se marchará en la Ciudad de México y ojalá en otras ciudades del país.
Es claro que con el cambio de administración en Estados Unidos el panorama es poco alentador para más de un segmento de la población: por eso las mujeres marcharon el 21 de enero y convocan a huelga este próximo 8 de marzo, por eso los inmigrantes marcharán el 6 de mayo y la comunidad LGBTTTIQ lo hará el 11 de junio. A nosotros, los científicos, nos toca defender la ciencia en nuestros respectivos contextos, no solo el 22 de abril, sino constantemente, ya que solo armados con los conocimientos que nos da la ciencia podremos garantizar un mejor futuro para todos y frenar la ignorancia, el fundamentalismo, el odio y la violencia que nos amenazan en el presente.
Directora de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México