Cuando veo la foto que nos tomaron sonrientes y abrazados después de la entrevista, me niego a aceptar que sea suyo el cuerpo tendido a mitad de una calle en Culiacán. Salvo por su infaltable sombrero.

En esa ocasión hablamos de Huérfanos del Narco, que con Malayerba, Miss Narco, Narcoperiodismo y Con una granada en la boca, conforman su herencia periodístico-literaria. Fácil de palabra, me dijo cosas como esta: “yo sostengo que ahora en muchas regiones del país, no sólo en Sinaloa, el narco dejó de ser un fenómeno policiaco y ahora es una forma de vida. Ya no es un asunto de buenos y malos, de policías y sicarios, de militares y capos. Ahora el narco ha salpicado todos los aspectos de la vida en estas regiones”.

Pero igual pasaba de la contundencia a la ternura: “en Huérfanos del Narco quiero contar la historia de miles de niños, hijos de desaparecidos y ejecutados; hijos de policías, hijos de secuestrados, hijos de periodistas y también hijos de narcos; porque en todos se repite una tristeza sin fondo, un duelo íntimo. En ninguno de mis libros había tenido un tema tan espinoso y sensible como el de estos niños. Por eso, más que hablar de la muerte, quise hacer un canto a la vida de los que se quedan a seguir viviendo”.

En contraste, el crimen de Javier Valdez culmina un ciclo de violencia y ataques directos a periodistas que en tan sólo cinco años ha cobrado ya más de cien vidas. Aunque en las semanas recientes se ha recrudecido brutalmente: Cecilio Pineda, director de La Voz de Tierra Caliente, en Guerrero (2 de marzo); Ricardo Monlui, director del portal El Político de Córdoba (19 de marzo); Miroslava Breach, del Norte de Ciudad Juárez y corresponsal de La Jornada (23 de marzo); Maximino Rodríguez del portal de noticias Colectivo Pericú en Baja California Sur (14 de abril); y Filiberto Alvarez, locutor de radio en Tlaquiltenango, Morelos (29 de abril).

Sin embargo, y con el debido respeto a la memoria y la labor de todos ellos, este crimen tiene una especial relevancia: Javier Valdez y su columna Malayerba fueron un baluarte del periodismo en Sinaloa, donde por décadas su cártel y otros más han manchado de sangre y violencia ciudades y pueblos. Su revista RíoDoce —porque en Sinaloa hay once ríos— ganó prestigio regional, nacional e internacional. Por sí mismo, Javier era el referente obligado de quienes íbamos a reportear lo que ahí pasaba. Además, nadie como él sintetizó todo ese conocimiento profundo del fenómeno del narco y su cultura en espléndidos trabajos de investigación plasmados en sus libros. Por cierto, me dicen que estaba terminando uno nuevo sobre las relaciones entre narcotraficantes y gobernantes. Yo creo que por eso lo mataron. No sólo por lo que ya había dicho, sino por lo que estaba dispuesto al revelar sobre esa simbiosis del poder político con los grandes cárteles de la droga, que definen el concepto de crimen organizado. Ojalá, algo pueda rescatarse de ese trabajo.

Por lo pronto, me quedo con lo que me dijo sobre los mexicanos que viven en zonas del narco, sin participar en él y por el simple amor a su tierra: “a ellos no les gana ni la desolación, ni la desesperanza, a pesar del dolor y la tragedia. Esta gente está luchando, está sobreviviendo y nos dan todos los días una lección de civismo, de ciudadanía, de heroicidad y de dignidad, que a este país tanta falta le hacen”.

Periodista.

ddn_rocha@hotmail.com

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